jueves, 20 de junio de 2013

Los conflictos

Conflicto es el choque en nuestro interior de dos fuerzas emotivas antagónicas. En líneas generales, la persona se mueve y actúa en función de sus necesidades. La fuerza que empuja a esta acción recibe el nombre de motivación, y tiene la finalidad de incitar al individuo para que logre un objetivo: saciar una determinada necesidad. Al mismo tiempo que marca una dirección al acto, le imprime un sentido: alejamiento del objeto si éste es nocivo (necesidad de huir) o acercamiento si éste es placentero (necesidad de obtenerlo).
A veces, sin embargo, puede ocurrir que el sujeto se vea motivado tanto en un sentido como en otro, encontrándose frente a un objetivo a la vez deseado y temido. Entonces surge el llamado conflicto, que es el enfrentamiento entre dos impulsos opuestos.
Un ejemplo ilustrativo de gran conflicto paralizante sería el de un padre que durante un incendio debe introducirse entre las llamas para salvar a su hijo, encontrándose así frente a dos impulsos muy fuertes: el de protección paternofilial por un lado y el temor al fuego por otro.
En la vida nos vemos muchas veces sometidos a situaciones conflictivas; quizá no tan dramáticas como la del ejemplo, pero sí lo suficientemente fuertes como para condicionar nuestra existencia.
La manifestación de un conflicto es la angustia y la ansiedad. Y su falta de resolución puede provocar la abolición, disminución o transformación, más o menos inconsciente, de alguna de las funciones de la personalidad para atenuar o cortar la angustia. Los conflictos, según su origen, se clasifican en:
Conflictos extrapsíquicos. Son los que tienen lugar entre la persona y su entorno ambiental o social. Se producen, por lo general, cuando actuamos en contra de nuestros principios por presiones del exterior. Por ejemplo, cuando tenemos que acatar alguna norma o alguna ley que nos parece injusta.
Conflictos intrapsíquicos. Son aquellos que tienen lugar dentro de la persona y sin conexión con el exterior. No es raro que aparezcan cuando tenemos que tomar decisiones de importancia, cada vez que debemos elegir entre dos posturas a tomar en la vida y ante las que tenemos argumentos tanto a favor como en contra.
Conflictos mixtos. En realidad son conflictos extrapsíquicos que, al tener lugar, actúan como revulsivos en el interior de la persona, despertando en la conciencia otro conflicto (ahora intrapsíquico) que permanecía latente.

A propósito de la latencia, tal vez ésta sea a veces una característica de muchos conflictos intrapsíquicos. Es decir: su permanencia escondida en el subconsciente (larvada) sin que el sujeto lo advierta con claridad. En tal situación es frecuente que aparezcan síntomas del mismo, a modo de señales de alarma disfrazadas, como es el caso de las llamadas reacciones de conversión, que «convierten» un problema interior (inconsciente) en uno exterior, por lo regular corporal y visible; es el caso de una parálisis histérica, que impide trabajar a una persona porque en el fondo tiene un conflicto laboral.
El mantenimiento de una situación conflictiva acarrea con el tiempo trastornos psicológicos de interés, desde leves rasgos neuróticos (estados depresivos, somatizaciones, etc.) a profundas psicosis (trastornos del pensamiento y de la personalidad) en función de la importancia del conflicto.
 


La susceptibilidad ¿Eres Susceptible?

Las personas susceptibles son aquellas normalmente quisquillosas, es decir, demasiado delicadas para el trato común, y fáciles de agraviarse o de ofenderse con otros, por pequeños pretextos. Ser susceptible se asocia con mostrarse irritable e irascible. También, con ser escrupuloso y receloso. El o la susceptible teme, sospecha y desconfía de los demás porque por la mínima situación se siente agredido. Así, tienden a sufrir más del estrés y de la angustia.

Por otra parte, y a pesar de su aprensión, son personas fácilmente manipulables dado que son altamente impresionables, lo que le permite a terceros persuadirlos de una manera apasionante, o sembrarles ideas o sentimientos con gran fuerza. En el caso de enamoramientos, la persona susceptible, durante el período de aproximación, lo hará con cautela pero una vez que tome confianza en la pareja, le será muy fácil a esta emocionarla y conmoverla.

Se puede ser sensible sin ser susceptible, pero el o la susceptible se deja llevar por los sentimientos y las emociones, lo cual no le permite analizar en frío las circunstancias para actuar adecuadamente. Así, una broma social se convierte en una ofensa, o un comentario crítico positivo en el trabajo con el objeto de estimular un mejor rendimiento, por parte de su supervisor, le genera al susceptible una crisis de autoestima o un cuadro de angustia innecesario.

La susceptibilidad impide las normales relaciones humanas por temores infundados de ser insultados o por falsas percepciones de rechazo. Al mismo tiempo, provoca un enorme desgaste emocional por estar a la defensiva y esperando una agresión.

Una cosa es lo que suponemos y otra lo que realmente ocurre. Debemos aprender a diferenciar y dar a las situaciones su justo valor. No exageremos, y sobre todo tratemos de mantener el control emocional. Permitir la exageración en las emociones puede suscitar desasosiego, ansiedad, angustia e intranquilidad. Ante cada circunstancia usemos la razón y pensemos cuál es la mejor respuesta para alcanzar nuestros objetivos. No reaccionemos con la sola emoción, sea de rabia, miedo, alegría o amor. Si es necesario comentemos el evento con los seres queridos o amigos y que nos den sus impresiones. De esta forma obtendremos juicios de valor menos cargados emocionalmente.

Los sentimientos son positivos y nos hacen vivir con afecto y satisfacción, pero existen emociones que suscitan desasosiego, ansiedad, zozobra, angustia e intranquilidad. Así como una persona puede llegar a manejar y lidiar con una fobia, las personas susceptibles pueden aprender a controlar sus emociones y dejar de ser tan sensibles e impresionables, sin perder para nada, su forma de ser.
 


Valor real del éxito y del fracaso

Éxito y fracaso son dos evaluaciones finales y opuestas de una tarea emprendida.
En cualquier acto que se real¡za existen básicamente tres fases:
Propósito. En la que tiene lugar el deseo y la intención de realizarla, decidiéndose de un modo más o menos consciente la conveniencia o no de actuar. El propósito tendrá una duración y complejidad relativas a la importancia de la tarea a realizar y va en función de la voluntad del sujeto.
Acción. En esta fase se pone en práctica el propósito. El individuo ejecuta la actividad deseada persiguiendo unos objetivos. Está en función de la capacidad personal e influida por los condicionamientos internos o anímicos y ambientales.
Fin. Fase en la que se consigue o no el objetivo buscado. Se manifiesta el resultado final del propósito y de la acción y tiene lugar un juicio valorativo del proceso.

Generalmente se juzga la actuación en función de sus objetivos: si se consiguen los fines pretendidos con ese propósito, se dice que la tarea ha sido un éxito. Si no se logran, se dice que ha sido un fracaso.
Por lo regular, el fracaso puede suceder por error en el propósito: intención equivocada, pretensiones ilusorias, objetivos inalcanzables, etc., o por error en la actuación, hecho que no depende exclusivamente del sujeto; existe una notable, y a veces decisiva, influencia de los condicionantes y circunstancias ambientales.

La valoración del éxito o fracaso de una empresa se realiza desde dos puntos de vista:
Análisis objetivo. Mediante la observación desde el exterior de la acción realizada por el sujeto y, sobre todo, del logro final de los objetivos.
Análisis subjetivo. Realizado por el propio sujeto y en función de la satisfacción personal conseguida.

Ambas evaluaciones no tienen por qué coincidir necesariamente. No es rara la disparidad de criterios entre ejecutante y observador ante una labor realizada. El primero puede sentirse muy satisfecho de su obra y en cambio no recibir la aprobación general, y viceversa. Esto se observa habitualmente en el terreno artístico. Cuando la intención del individuo es tan sólo buscar la aprobación general, obviamente el análisis objetivo y subjetivo deben coincidir para conseguir el éxito.
El valor real del éxito o el fracaso se debe buscar en la integración mental y en la repercusión afectiva que ambos conceptos tienen en el sujeto protagonista de la acción, ya que los dos enjuiciamientos pueden determinar la sucesiva forma de actuar, bien como estímulo (el éxito) o bien como freno (el fracaso).
El éxito incita a la acción en busca de nuevos éxitos, condicionándola positivamente. El fracaso, en cambio, induce a la paralización para prevenir y evitar otros posibles fracasos.
Éste es un fenómeno de aprendizaje que debe tenerse muy en cuenta cuando se persiguen fines educativos: premiar una labor bien realizada tiene mucha más influencia en la conducta que el castigo por la labor fracasada. Un premio es un incentivo que anima a actuar al resaltar el éxito. Con el castigo se inhibe la acción por miedo al mismo.
Por algo parecido, algunas personas se mueven en su vida siguiendo la ley del «todo o nada». Poseen un perfeccionismo exagerado, junto a una capacidad nula para asumir el fracaso. Por tal motivo viven paralizadas en sus acciones y decisiones, pues piensan que es mejor no actuar que actuar con el riesgo del fracaso: «Como seguramente no lo haré bien, mejor, no lo hago.» No son conscientes de que tomar decisiones y actuar es algo que encierra posibilidades tanto de éxito como de fracaso, mientras que el no actuar es objetivamente un fracaso siempre, porque nunca se alcanzará fin alguno.
En toda conducta existen probabilidades de éxito o de fracaso, tan válido uno como el otro para poder modular dicha conducta. Y ha de tenerse en cuenta que la satisfacción plena tras una tarea realizada se consigue pocas veces, y que, tal vez, sea más positivo sentirse «satisfecho pero sabiendo que todo es mejorable», para mantener un espíritu de superación.
 


lunes, 17 de junio de 2013

Las fantasías. Vivir fuera de la realidad

Lo que entendemos, generalmente, por «fantasía» se denomina, en lenguaje técnico, fantasía representativa. Como su nombre indica, consiste en la representación mental de objetos o personas que no tenemos ante nuestra vista en esos momentos, o bien en escenas que no están ocurriendo y que no se responden tampoco con una experiencia vivida anteriormente (entonces constituiría lo que llamamos recuerdos). Puede tratarse de algo que existe y que no conocemos —el aspecto de un lugar que nunca hemos visitado—, pero que podemos imaginarnos, por medio de la fantasía; otras veces se puede imaginar cómo será algo que todavía no ha sucedido, y que quizá no llegue incluso a suceder nunca, como es el caso de una adolescente que se imagina a sí misma teniendo un encuentro amoroso con alguno de sus ídolos cinematográficos.
Hay tres tipos fundamentales de fantasía representativa: la fantasía creadora, la fantasía de deseos y la fantasía de temores.
La fantasía creadora se caracteriza por la elaboración de algo nuevo con una finalidad más o menos concreta, es decir, no se limita a proyectar en el futuro experiencias anteriores o algún tipo de deseo. Es la fantasía que permite al artista crear sus obras, la que vertebra la labor de los inventores, los investigadores, los poetas, etc., la que es inherente, en una palabra, a todos los procesos creativos.
La fantasía de deseos consiste en vivir mediante la fantasía lo que no hacemos en la vida real; es un fenómeno conocido también como «soñar despierto», y que se da con relativa frecuencia en el niño y en el adolescente, y que va disminuyendo a medida que madura la personalidad. La fantasía como vía de realización de deseos insatisfechos puede llegar a tener un carácter patológico si ocupa una gran parte del tiempo de una persona, tal como ocurre cuando se tiene una personalidad inmadura o un desarrollo neurótico de la personalidad. Soñar mucho despierto es un mecanismo psicológico que puede disminuir gravemente las actividades enmarcadas dentro de la vida real. Al fin y al cabo, mediante la fantasía se obtienen satisfacciones rápidamente, a pesar de que no estén emarcadas dentro de un contexto real, con lo que se pueden convertir de forma más o menos automática en una especie de refugio donde conseguir estimación, poder, autoafirmación, protagonismo, etc. A veces se busca satisfacer deseos eróticos o puramente materialistas. Esto se contrapone con una realidad en la que una satisfacción más moderada implica un esfuerzo y unas dosis de paciencia, por lo que se puede llegar a renunciar a una de estas satisfacciones de la vida real por las que se pueden conseguir a través de la fantasía. Cuando una de estas personas llega a comportarse como si fuesen realidad algunas de sus fantasías contando falsas historias y mentiras en relación con ellas, puede dar lugar a un cuadro psicopatológico denominado «pseudología fantástica» que abunda entre las personalidades histéricas. Estas personas se pueden mostrar más o menos reticentes a reconocer lo irreal de sus planteamientos y conductas, pero si se ven claramente descubiertas llegan a reconocer la verdad, lo cual las diferencia de la creencia patológica propia de los cuadros psicopatológicos delirantes.
La fantasía de temores constituye algo similar a la fantasía de deseos, pero con un signo opuesto. Estas personas se representan desgracias que piensan que podrían ocurrir y que precisamente las asustan particularmente. A veces piensan como reaccionarían ellos y qué sería de su vida sí esto ocurriese. La fantasía de temores es relativamente frecuente entre las personas inseguras y las que padecen ciertos trastornos de tipo neurótico, guardando una estrecha relación con la ansiedad anticipatoria.
 


¿Por que ocurren alteraciones en las crisis de ansiedad y pánico?


El conjunto de alteraciones corporales que describimos en el apartado anterior no sucede de forma anárquica. En principio tienen una finalidad, lo que sucede es que son desmedidas y han perdido razón de ser. No son más que mecanismos de preparación del cuerpo para la lucha o la huida ante un peligro inminente. Cuando el cerebro recibe la señal de alarma se pone en marcha el llamado sistema nervioso autónomo, a través de su denominada porción simpática. Este influye sobre el sistema circulatorio, disminuyendo el riego sanguíneo en las visceras y aumentándolo en los músculos (que habrían de ser utilizados en la lucha o en la huida). El aparato digestivo detiene su funcionamiento para ahorrar energía necesaria para la contienda. Por ello puede tener lugar un «corte de digestión» en la crisis de ansiedad con sensación de «nudo de estómago». Las pupilas se dilatan para favorecer la visión. Se libera adrenalina que activa el corazón para que bombee la sangre necesaria en los músculos. Aumenta la capacidad de coagulación de la sangre en previsión de posibles heridas en el supuesto combate. La respiración se acelera para aportar más oxígeno al cerebro y a los músculos.
Como se observa, todo ello sería lógico si ocurriera segundos antes de enfrentarnos a una brutal contienda en la que tuviéramos que defender nuestra integridad a vida o muerte.
En la crisis de ansiedad o ataque de pánico tiene lugar una alarma similar. Pero es una alarma sin motivo y en la que no hay posibilidad de descarga, de utilización de todo el arsenal preparado. En términos coloquiales diríamos que «hay mucho ruido y pocas nueces».
El problema, tal vez radical, que exagera la crisis de ansiedad, es su autoalimentación; es decir, la aparición de los primeros síntomas produce temor y alarma, y esta alarma desencadena más síntomas, alimentando la crisis. De este modo puede aparecer el miedo al propio miedo, cayéndose en un círculo neurotizante.
Por ello, ante una crisis de ansiedad, lo primero que hay que lograr es perder el miedo a lo que está ocurriendo. El sistema nervioso está acelerado, pero no hay alteración orgánica alguna. No son más que señales de alarma y un organismo sano no se va a matar a sí mismo con ello. Al no tener sentido se descarga y cesa por sí sola.

sábado, 15 de junio de 2013

Los complejos


Los complejos son conflictos psicológicos inconscientes; es decir, conflictos que permanecen fuera del campo de la conciencia, en el llamado inconsciente, con lo que la persona que los padece no se da cuenta de que éstos existen.
¿Cómo se puede constituir un complejo? Cuando se produce un conflicto psíquico de cierta importancia, hay personas, sobre todo aquellas que tienen un yo débil, que no son capaces de elaborarlo y asimilarlo psicológicamente de forma adecuada, con lo que tienden a rechazarlo por el denominado mecanismo de represión fuera de la conciencia, hasta el inconsciente. El mecanismo de represión equivale en cierto modo al no querer ver el conflicto, como el avestruz que esconde la cabeza entre sus alas, con la particularidad de que generalmente la represión se lleva a cabo de forma automática e involuntaria. De este modo se consigue que el conflicto quede ignorado en el plano de la conciencia. Para evitar que el conflicto retorne a la conciencia desde el inconsciente en el cual ha quedado albergado, el sujeto pone en marcha una serie de mecanismos psicológicos de inhibición y bloqueo. De este modo se establece una personalidad perturbada en la que el conflicto originario, transformado ahora en complejo, cobra una importancia cada vez mayor, ya que va creciendo progresivamente a costa de nuevos conflictos similares que van surgiendo a lo largo de la vida y que, como en el primer caso, el sujeto reprime hacia el inconsciente.
La instauración de un complejo dentro de la personalidad depende, pues, de la debilidad del yo y de la intensidad del conflicto, pero la circunstancia determinante no es el conflicto psicológico en sí mismo, sino la represión del conflicto. La posesión de un complejo da lugar a una afectividad conflictiva y ambivalente, que dificulta las relaciones humanas sanas y sinceras, creando problemas de adaptación al ambiente familiar y social en el marco de una personalidad caracterizada fundamentalmente por la inseguridad y un difícil manejo de la angustia y la agresividad.
El término complejo proviene del psicoanálisis y representa una forma de conducta, de comportarse. Para Freud, cada persona tendría sus complejos en alguna medida. Jung los definía como un conjunto de ideas con una carga emocional muy elevada que nos pauta una forma de ser.

Freud describe el clásico complejo de Edipo y de Electra, que se da en los hombres y mujeres que no pueden vivir sin su padre o madre, respectivamente.

Los complejos de superioridad o de inferioridad son muy populares. Usualmente se señala: "fulano tiene complejo de superioridad" o "esa es una acomplejada".

El primero en hablar sobre estos complejos fue Adler quien manifestaba que nuestra misma incapacidad para valernos solos cuando pequeños, desde el nacimiento, nos hace proclives al sentimiento de inferioridad. Cuando este sentimiento se hace permanente y en la edad adulta surge entonces el "complejo de inferioridad".

La psicología ha estudiado otros complejos. Entre ellos podemos mencionar el "complejo de castración" que es el temor que el niño tiene de perder sus genitales, asociado al "complejo del pene o los senos pequeños" o el "complejo de Caín", que tiene que ver con la rivalidad fraterna.

Algunos autores en la actualidad han descrito ciertos complejos como el de "Peter Pan" para referirse a adultos masculinos inmaduros. El "complejo de Wendy", para definir a algunas mujeres que asumen el rol de "madre sustituta" de su pareja. El "complejo de Culpa", donde la persona vive aquejada de sensación de culpabilidad, por ejemplo, la culpa que sienten muchas madres al trabajar fuera de la casa y que piensan que no le dedican tiempo suficiente a sus hijos o el "complejo de Superman" en algunos hombres que se creen su supremacía física o mental por encima de otros, el cual se observa mucho en los gimnasios y en círculos intelectuales. El complejo presidencial nos describe que muchos se creen con capacidades de ser presidentes cuando en realidad disimulan un complejo de inferioridad.

Para superarlos lo primero es reconocer que existe el complejo, preguntando a las personas que nos rodean. Luego analizar las razones por la que necesitamos practicar esta conducta. Es necesario entender que todos tenemos defectos y virtudes y ser conscientes de nuestras limitaciones, aceptarlas y ver cuales pueden ser cambiadas y cuales no.

Por último, tenemos que renunciar a las ideas tanto de superioridad como de inferioridad o de otro complejo que nos aparte de la plenitud y que entorpezcan las relaciones con las demás personas y, también, aceptar una visión más realista de la propia personalidad.
 


Las frustraciones

El ser humano goza de una energía motora gracias a la cual adopta una postura, más o menos dinámica, ante la vida. Esta energía vital está canalizada por una especie de resortes —los impulsos— que son los encargados de dar una dirección y un objetivo a esta postura (que puede ser tanto activa como pasiva) para que tenga un sentido.
El impulso sería el equivalente al instinto de los animales irracionales. Al igual que éste, está determinado genéticamente; la gran diferencia es que el impulso humano tiene un fuerte componente racional.
Cuando se activa un impulso se produce un estado de tensión o excitación psíquica. Esta tensión impulsa a la persona a actuar para liberar dicha tensión, que no se extinguirá totalmente hasta que no se haya realizado el acto al que impulsa.
Si surge un impulso y la persona no es capaz de satisfacerlo, aparece lo que llamamos frustración, que se manifiesta como un estado de vacío o anhelo insaciado.
Obviamente, el grado de frustración irá en función del grado de intensidad del impulso malogrado. Es como si toda la energía emitida para conseguir un objetivo, al no lograrlo, rebotara contra el mismo sujeto que la ha generado. A mayor acción impulsora, mayor reacción frustrante.
Esto no quiere decir que haya una proporcionalidad directa entre el objetivo a conseguir y la sensación de frustración que produce el no lograrlo. El grado de intensidad de la frustración depende, sobre todo, de la fuerza del deseo, más que del objetivo en sí (y, por supuesto, desde el punto de vista de su repercusión en la psique, es mucho más importante la mayor o menor intensidad de la frustración, que el hecho que la ha originado).
Pongamos un ejemplo: Un joven desea estudiar una carrera determinada, pero no aprueba el examen de ingreso en la Universidad y, lógicamente, esto le hace sentirse frustrado. La misma joven va luego a comprarse unos pantalones que le han gustado mucho y que ha visto anunciados en un escaparate, pero al probárselos, no le sirve la talla, sintiéndose nuevamente frustrado. Puede, entonces, darse el caso de que la segunda frustración sea para este joven, más profunda y decisiva que la primera. Obviamente, unos pantalones son menos importantes que una carrera universitaria, pero para alguien que le concede mayor importancia a su aspecto físico que a la posesión de un título superior, son, subjetivamente, más importantes.
Las frustraciones comienzan a aparecer ya desde las primeras etapas de la vida. El recién nacido depende absolutamente de su madre, que lo atiende, cuida y alimenta (fase oral de la vida); al finalizar el período de la lactancia, nota un cierto distanciamiento por parte de la madre, que ya no colma el cien por cien de sus necesidades, se siente abandonado, brotando de ese sentimiento la primera frustración. Este hecho provoca una pequeña reacción de agresividad en el niño, que, al mismo tiempo, comienza a darse cuenta de la fuerza que puede ejercer sobre sus padres con sus funciones corporales (fase anal).
Posteriormente, aparece el deseo de vencer su situación de dependencia ante el adulto, dirigiendo sus impulsos hacia la búsqueda de seguridad, afirmación, dominio y amor propio. Con ello inicia su autorrealización, que culminará con la madurez.
Pero, realmente, todo este proceso no es más que una larga «carrera de obstáculos». A lo largo de nuestro desarrollo vital nos encontramos con innumerables barreras que dificultan o impiden la realización de nuestros deseos e impulsos.
La auténtica madurez y fortaleza del Yo se consigue cuando asumimos nuestras limitaciones. Cuando sabemos convivir con las frustraciones producidas ante acontecimientos insuperables. Cuando nuestras metas y objetivos se asientan sobre un plano real, relegando nuestras fantasías al campo de la ensoñación, y sabiendo, en todo momento, que no somos ni dioses ni superhombres.
Gran parte de la patología neurótica se nutre del mundo de las frustraciones, que desencadenan en la persona conductas agresivas, tanto hacia el exterior como hacia el interior, transformando al individuo en un ser antisocial o autodestructivo.
 


miércoles, 12 de junio de 2013

Reacciones psicológicas y reacciones vivenciales. Formas normales y anormales de reaccionar


Se denomina reacción psicológica a la que obedece a mecanismos puramente psicológicos, sin participación de mecanismos biológicos, y que es perfectamente comprensible desde el punto de vista psicológico. Se trata, pues, de una forma de reaccionar en la que solamente influyen factores psicológicos personales, sin que la reacción se deba o esté mediatizada por factores de índole corporal. Cuando las reacciones psicológicas se producen por una experiencia que se ha vivido con gran intensidad hablamos de reacciones vivenciales, y para ser consideradas como tales deben cumplir los tres criterios propuestos por laspers:
1. La reacción tiene que aparecer por un motivo, que sería una vivencia de cierta intensidad.
2. La reacción y la vivencia mantienen entre sí una relación que es comprensible desde el punto de vista psicológico; es decir, mantienen una relación causa-efecto que resulta comprensible dentro de las leyes generales de la psicología.
3. La aparición de la reacción mantiene una cierta dependencia cronológica con el momento en que se ha producido la vivencia. Generalmente, la reacción se produce inmediatamente después de la vivencia, aunque a veces surge de forma retardada.

¿Hasta qué punto podemos decir que una reacción es normal o anormal? No existe verdaderamente una línea que separe de forma precisa a las reacciones normales de las anormales, entre unas y otras existe un campo de transición gradual que va desde la total normalidad a la anormalidad, pasando por estados intermedios de dudosa clasificación. Los criterios que se utilizan para valorar estas reacciones psicológicas son de intensidad y duración. Una reacción vivencial es anormal en la medida en que es en exceso intensa, como cuando persiste demasiado tiempo; pero también puede ser anormal por defecto, es decir, cuando es exageradamente débil y fugaz. Por ejemplo, ante la muerte de un ser querido, sería una reacción anormal el no darle ninguna importancia y olvidarnos en minutos de lo sucedido. Una reacción anormal por exceso sería una crisis de pánico que se mantuviese durante mucho tiempo, causada por una herida insignificante que se ha hecho una persona querida.
Muchas veces, las reacciones vivenciales anormales están en relación con la agresividad. Se trata de explosiones de cólera o de conductas agresivas que se desencadenan por estímulos insignificantes. En ocasiones se trata de actos en cortocircuito, es decir, actos impulsivos en los que se produce un salto psicológico: la secuencia vivencia-reflexión-actuación se ve abreviada al saltarse el paso de la reflexión, con lo que la vivencia lleva a actuar de modo anómalo sin que esa persona haya reflexionado sobre lo sucedido. Estos actos en cortocircuito son típicos de algunas agresiones e incluso autoagresiones. En otros casos, las reacciones vivenciales normales están en relación con los celos, la vergüenza, la desconfianza, la tristreza, la frustración, el dolor, etc.
Hay personas que son más propensas a tener reacciones vivenciales anómalas, como los impulsivos, excitables, inestables y, en general, todos los rasgos de personalidad que implican una falta de reflexión o disminución del autocontrol. Entre los trastornos psicopatológicos destacan las personalidades psicopáticas, personalidades infantiles o inmaduras, los alcohólicos, olígofrénicos, epilépticos, esquizofrénicos, neuróticos, quienes sufren hipomanía o manía y depresiones disfórícas. También se pueden producir en personas perfectamente normales, aunque esto sucede de forma muy aislada. No obstante, toda reacción vivencial de cierta intensidad deja una tendencia a repetir una reacción de características similares cuando se repiten vivencias parecidas, e incluso, ante vivencias caracterizadas por una fuerte sobrecarga afectiva, aunque no guarden una relación temática directa con la que produjo la primitiva reacción vivencial.

El equilibrio psicológico


Ser una persona equilibrada, desde el punto de vista psicológico, supone mantener una cierta estabilidad en lo que se refiere al humor, emociones y sentimientos, reaccionar psicológicamente con moderación ante los diversos estímulos externos, de una forma proporcionada, y mantener un cierto autocontrol de los impulsos y de la vida instintiva.
Por el contrario, decimos que una persona está desequilibrada psicológicamente si es demasiado sensible a los acontecimientos externos, reaccionando exageradamente ante los mismos (reacciones vivenciales anómalas), o si su afectividad es frágil e inestable, con lo que cualquier cosa es capaz de derrumbarla, conduciéndola hacia el desánimo, la tristeza o el pesimismo, o si por un motivo insignificante estalla en una alegría exagerada (labilidad afectiva). Otras veces, estos cambios de humor se producen sin motivo aparente. Cuando las oscilaciones emocionales son muy marcadas, y se producen fases de contenido opuesto (fases de euforia seguidas de fases depresivas) de larga duración (al menos quince días), hay que pensar en la posibilidad de que no se trate ya de un trastorno de la personalidad, sino, tal vez, de una psicosis maniaco-depresiva, también llamada depresión ciclotímica o bipolar.
Otras veces, el desequilibrio procede más bien del campo de los impulsos, afecta a personalidades explosivas o impulsivas, muy irritables a causa de motivos insignificantes o situaciones que no tienen gran trascendencia, pero ante las que reaccionan de forma brusca y desproporcionada, a veces incluso, de forma agresiva. Estas situaciones son propias de las personalidades psicopáticas, de los trastornos neuróticos y de las crisis disfóricas, que pueden aparecer, por ejemplo, en el transcurso de una depresión, y, en general, de la mayor parte de los trastornos psícopatológicos, ya que el desequilibrio psicológico es uno de los síntomas más frecuentes de los trastornos comprendidos en el campo de la psicología y la psiquiatría. Muchos han definido la enfermedad mental como una situación en la que la persona se ve privada de libertad, ya que no es capaz de ejercer un cierto control sobre sí mismo, por estar como fuera de sí, que es lo que significa el término enajenado.
En algunas ocasiones, la falta de equilibrio proviene, paradójicamente, de «un exagerado equilibrio» que lo que refleja, en realidad, es una anomalía psíquica más o menos grave. Este es el caso de los que poseen una personalidad atímica, es decir, que carecen o que casi carecen de sentimientos. Pueden ser personas sin compasión, conciencia ética, vergüenza, etc. A veces son auténticos desalmados sin escrúpulos, otras veces lo más característico de su conducta es la indiferencia con que viven todo lo que sucede a su alrededor, como si no les afectasen o conmoviesen todas aquellas cosas que suelen afectar a los demás, especialmente si se trata de cuestiones que no guardan una relación estrecha con ellos o con sus intereses. Estas personas muestran su falta de equilibrio precisamente en la frialdad sorprendente con que reaccionan frente a ciertas situaciones que se producen a lo largo de su vida (reacciones vivenciales anormales por defecto).
Muchos casos de inestabilidad se producen en el marco de las personalidades abúlicas, que se caracterizan por su gran sugestionalidad por parte de los demás. Son personas exageradamente influenciables, sobre todo durante la etapa infantil y juvenil, durante las cuales actúan imitando a las personas de las que se rodean y a las que admiran. Se interesan por lo mismo que sus «ídolos», pero en cuanto se unen a otras personas cambian su forma de vida de un modo radical. Aunque son accesibles a influencias de contenidos positivos, son inconstantes y versátiles, encajando con mayor facilidad con aquellos que propugnan conductas cuyos resultados se logran a corto plazo y que exigen menos esfuerzo. Su falta de equilibrio procede de la misma inestabilidad en lo que se refiere a intereses y forma de vida, y a una ausencia de criterios propios de cierta solidez.
Por último, la falta de equilibrio psicológico puede provenir de una personalidad insegura, la inseguridad favorece extraordinariamente la inestabilidad emocional, ya que sumerge a la persona en un mar de dudas, en una situación repleta de ansiedad, que produce sentimientos y comportamientos variables y desajustados.


¿cómo mantener el equilibrio psicológico?
En los casos en los que la falta de equilibrio psicológico se debe a una enfermedad mental, la primera medida será la de combatirla mediante un tratamiento adecuado; pero muchas veces se trata de un problema de personalidad, con lo que la cuestión que se plantea es la de cómo conseguir una personalidad equilibrada.
Cada persona es realmente un mundo distinto y resulta una quimera exponer detalladamente la forma de ser que aportaría a todos el equilibrio psicológico. Para lograrlo no es necesario cambiar nuestra forma de ser hasta que se configure dentro de nosotros una personalidad más o menos estandarizada, ya que esto constituiría más bien un atentado contra nuestra propia identidad. Sin embargo, sí que se pueden considerar una serie de factores psicológicos como ingredientes fundamentales de toda personalidad que aspire a poseer una cierta dosis de equilibrio, ya que constituyen pilares básicos de la misma, y, sin ellos, una persona está expuesta a derrumbarse e ir de un lado a otro o a la deriva.
En primer lugar, es fundamental conseguir conocerse a sí mismo, lo que se puede lograr mediante un análisis de nuestras aptitudes y limitaciones, es decir, de lo que estamos dotados y somos capaces de hacer, así como de lo que nos resulta difícil, casi imposible, debido a nuestras limitaciones en el campo físico o intelectual. El conocimiento de uno mismo requiere un análisis introspectivo, es decir, valorar nuestra forma de ser y nuestras capacidades, volcándonos en nuestro interior, y un análisis extrospectivo, es decir, conocernos por nuestras obras, por lo que hemos sido capaces de hacer hasta el momento actual. Ambos análisis resultan dificultosos, ya que al ser jueces de nosotros mismos, ponemos en marcha mecanismos de defensa y de autojustificación que hacen perder objetividad a estos criterios, por lo que también suele ser positivo que contrastar esta información con la de otras personas que nos merezcan confianza.
Una vez que nos aproximamos al conocimiento de nosotros mismos resulta más fácil establecer un proyecto coherente de vida que sea realizable dentro del marco de nuestras propias posibilidades. De este modo se puede lograr una cierta constancia frente a las adversidades, una mayor seguridad en sí mismo, a la vez que se produce un menor número de frustraciones. Aceptar nuestras limitaciones no supone renunciar a todas nuestras posibilidades, por el contrario, es necesario conocer nuestras aptitudes para desarrollarlas y sacarles el máximo provecho; sacarnos el «máximo partido», en definitiva, pero con realismo. Además, de este modo se logra una mayor confianza y seguridad en uno mismo, especialmente si se logra una mayor fuerza de voluntad y de autocontrol, poniendo en nuestros actos una cierta dosis de reflexión a la vez que conseguimos no desbaratar el camino trazado por culpa de conductas impulsivas de las que después podemos arrepentimos.
Ser los señores de nosotros mismos, como propugnaban los humanistas del siglo XVI, es otra de las grandes claves para conseguir una personalidad equilibrada. Los desequilibrios provienen no pocas veces de que nos vemos desbordados por nuestra afectividad; ponemos demasiado corazón en las cosas y poca cabeza. Tampoco es conveniente convertirnos en seres fríos, exageradamente racionales, sino tan sólo intentar lograr un equilibrio entre lo racional y lo afectivo que nos permita abordar los problemas y circunstancias con realismo y objetividad, sin dramatizarlos y sin dejar de ser nosotros mismos, analizándolos con sencillez y naturalidad.
Cuidar algunos aspectos sociales puede ser de importancia capital. Intentar establecer unas relaciones sociales, familiares o amorosas lo suficientemente amplias y sinceras, con un espíritu abierto, tolerante y flexible ayuda a conseguir una personalidad equilibrada, que no esté volcada sobre sí misma, sino fundamentalmente sobre los demás, ya que de este modo se verá enriquecida, abriéndose a horizontes más amplios.
El trabajo también es importante. Tan perjudicial es trabajar demasiado, si esto supone abandonar otros campos como el de la familia, la cultura, la espiritualidad, la conciencia social, etc., como dedicarse poco a alguna tarea profesional, procurando satisfacer sólo apetencias superficiales o meramente materiales. En ambos casos se termina produciendo un desajuste de la personalidad y un profundo y bastante grave desequilibrio psicológico.
 


martes, 11 de junio de 2013

El listo y el inteligente


¿Es lo mismo ser listo que ser inteligente? Con frecuencia usamos indistintamente expresiones como «qué listo es», o «es muy inteligente», pero hay matizaciones entre uno y otro término. En realidad, desde el punto de vista teórico, o científico, se maneja el término inteligencia (como alta capacidad mental). La palabra «listo» sólo se suele usar coloquialmente.
El inteligente es el que llama la atención por su capacidad mental global o parcial, generalmente con un CI o coeficiente de inteligencia alto. El listo es el que utiliza al máximo su capacidad intelectual, aprovecha sus aptitudes y les saca todo el partido que puede, y es capaz de afrontar y emprender múltiples empresas de las que sale airoso, adaptándose a situaciones nuevas y resolviendo los problemas de forma eficaz. A diferencia del inteligente que tiene un CI importante, el listo puede tenerlo dentro de la normalidad, pero sabe desarrollar y aprovechar al máximo su capacidad intelectual.
El «listo» puede ser resultado de un buen número de estímulos. Las situaciones ambientales obligan a poner en marcha soluciones concretas para resolver conflictos o simplemente contratiempos de forma eficaz. Hay quienes se plantean objetivos claros y concretos, que consiguen alcanzar a base de tenacidad, esfuerzo y trabajo, logrando el éxito aunque no destaquen precisamente por una inteligencia deslumbrante. Esto mismo se puede conseguir a fuerza de estudio, entrenamiento en ciertas tareas y desarrollo cultural.
Hay claramente un condicionamiento cultural a la hora de valorar este tipo de capacidad intelectual. Se dice «el listo es el que se las sabe todas», cuando una persona sale siempre bien de cualquier situación comprometida: se sobrentiende casi que utiliza métodos no del todo aceptables. Al contrario, se oye «es tan bueno que parece bobo», comparándose casi la bondad con la falta de inteligencia.
Otro factor que influye en la inteligencia es la situación afectiva y el equilibrio psicológico. Una persona afectivamente equilibrada y estable puede poner en marcha todos sus recursos intelectuales siempre que resulten necesarios. Pero si existe cualquier tipo de descompensación, en forma de ansiedad, angustia, depresión, el sujeto tiene una merma subjetiva y objetiva de su capacidad intelectual, de forma que es menos eficaz ante cualquier tarea que se proponga. No es que pierda su inteligencia, que permanece exactamente igual, sino que se alteran otras funciones psíquicas directamente relacionadas con ella, como puede ser la atención.
Hay que tener claro que la inteligencia no es únicamente la puntuación que da el coeficiente de inteligencia, sino la capacidad global del sujeto para adaptarse a la vida, lograr sus objetivos con éxito, acoplarse al ambiente y a los que lo rodean y obtener de sí mismo aquello que quiere obtener.

La inteligencia
Ser inteligente es, “sencillamente”, ser consciente y obrar apropiadamente. La inteligencia necesita fundamentarse en todas las herramientas espirituales que un ser humano puede hacer uso, es decir que abarca todos los aspectos de la persona –mente, afectividad, sensibilidad... Esta es la acepción más amplia de inteligencia, aunque este término, se maneja a diario simplemente para determinar la capacidad mental de una persona y se limita al área del pensamiento.
Para Stern es «la capacidad de adaptar el pensamiento a las necesidades del momento presente», Kóhler y Koffka la definen como «la capacidad especial para adquirir conocimientos nuevos». Wechsler, cuya escala de valoración es la más utilizada en la actualidad, dice que inteligencia es «la capacidad conjunta o global del individuo para actuar con una finalidad, para pensar racionalmente y para relacionarse de forma efectiva con el ambiente».
La teoría hereditaria afirma que la inteligencia se transmite de padres a hijos, mientras que la ambientalista apunta que la carga genética tiene poco valor si se compara con todas las circunstancias ambientales que acompañan al desarrollo intelectual, como son la salud, las relaciones familiares, los estímulos recibidos durante la infancia, las circunstancias sociales y la situación general.
A través de los estudios realizados con gemelos homocigóticos (que proceden del mismo huevo embrionario) y dicigóticos (que proceden de distinto huevo embrionario), se ha visto que los primeros tienen niveles de inteligencia mucho más parecidos que los segundos, hecho que apoya la teoría hereditaria; sin embargo, si estos gemelos se separan y crecen en diferentes familias, o sea en distintos ambientes, sus niveles de inteligencia son diferentes, lo que confirma la teoría ambientalista. Lo más coherente es conjugar ambas visiones y aceptar en la inteligencia dos aspectos: el innato y el adquirido.
Lo innato es lo que el individuo lleva consigo, que hereda, como las aptitudes. Luego actúa la adquisición de conocimientos y el entrenamiento, que refuerzan la inteligencia innata. En conclusión, «el inteligente nace y se hace».
La inteligencia no es algo estático, desde el nacimiento se va desarrollando de forma rápida hasta la adolescencia, luego se estabiliza aunque sigue mejorando en algunos aspectos, y a partir del paso adulto-anciano se inicia un deterioro o declive intelectual. Piaget estudió en profundidad el desarrollo intelectual, afirmando que los primeros años de vida son fundamentales para la maduración posterior, tanto de la inteligencia como de la personalidad, y que todos los niños se desarrollan igual, según el medio y los estímulos que cada uno recibe. Describe varias etapas en el desarrollo intelectual: la sensomotora y representativa, la de las operaciones concretas y la de las operaciones abstractas para pasar finalmente al pensamiento racional del adulto.
LOS TESTS DE INTELIGENCIA. Son la forma más objetiva de medir la inteligencia, pero, en realidad, lo que valoran son aptitudes, conocimientos y capacidades del individuo. En un principio, la inteligencia se expresaba en función de la edad mental, unidad introducida por Binet que se obtenía al comparar la edad real del sujeto con lo que sabía hacer. Si la edad cronológica y la edad mental coincidían, el sujeto (o más bien el niño) era normal, si había alguna discordancia surgía la anomalía. Este concepto de edad mental sólo era aplicable a niños y adolescentes. Ahora se emplea el CI o coeficiente de inteligencia que es lo que miden los tests de inteligencia:

Coeficiente de inteligencia = (Edad mental / Edad cronológica) x 100
Hay muchos tests disponibles que se aplican según la edad del sujeto, lo más común es emplear un conjunto de ellos: una batería de tests. El test de Goodenough o test de la figura humana es muy fácil de aplicar, ya que basta un papel, un lápiz y una escala de valoración. El Raven o test de las matrices progresivas es un cuaderno con series de bloques de dibujos; en cada hoja el sujeto tiene que elegir de un bloque la figura que falta en el otro. El test de Wechsler se compone de 11 pruebas, seis verbales y cinco manipulativas, que exploran áreas y aptitudes diferentes con pruebas sobre: información, comprensión, aritmética, semejanzas, memoria de dígitos, vocabulario, claves, figuras incompletas, cubos, historietas y rompecabezas. Del resultado conjunto de todas las pruebas se obtiene el coeficiente de inteligencia con unos valores que oscilan:
Idiocia O- 24
Imbecilidad 25- 49
Debilidad mental 50- 69
Casos límite o «Borderlines» 70- 79
Normal-Mediocre 80- 89
Normal Medio 90-109
Normal Superior 110-119
Superior 120-129
Muy Superior 130-140
Superdotado Superior a 140
La inteligencia que no miden los tests (la capacidad de ganar dinero, etc.)
Es una observación común que muchas de las personas que han levantado una gran fortuna desde la nada no eran precisamente, en el colegio, los primeros de la clase. Algunos jefes de bandas, guerrilleros, actores, músicos, modistas, líderes sindicales, etc., tampoco brillaron en su escolaridad.
Si se les realizan tests de cociente intelectual (IQ), el resultado en ocasiones es alto; pero en otras, mediocre o bajo. Sin embargo, han destacado sobre otras personas por su capacidad excepcional en ciertos terrenos. No es la suya una inteligencia «académica» que permite gran rendimiento en los estudios, pero no cabe duda de que forman parte de una selección de superdotados y disfrutan de «otro tipo de inteligencia», que hasta hoy no medían los tests.
Los tests se han utilizado masivamente para seleccionar candidatos a puestos de empresa, y también por los ejércitos en las dos guerras mundiales. Las empresas emplean todavía los tests para elegir candidatos, y los ejércitos para decidir rápidamente entre la enorme masa de reclutas cuáles están más capacitados para aprovechar el adiestramiento y convertirse en suboficiales u oficiales, y así no perder el tiempo entrenando a soldados menos capacitados intelectualmente que otros. Pero si en un grupo de jóvenes no buscamos un empleado o un sargento, sino un socio para hacer una fortuna, no nos valen los tests convencionales, no miden tal capacidad.
Hasta hace poco no se ha intentado una valoración técnica de estas y otras variantes de aptitudes superiores.
R. Sternberg desarrolló hace poco en la Universidad de Yale un nuevo concepto de la medida de la inteligencia por tests que tenga en cuenta tales aptitudes para el triunfo no académico, como, por ejemplo (si queremos mencionar alguno extravagante), la capacidad de comunicación de los mimos profesionales, y la de sobrevivir de los timadores hábiles. En otra universidad, la de Harvard, Howard Gardner ha trabajado en la detección de los doce tipos de «inteligencia práctica» que no suelen valorarse en colegios y universidades, entre ellos los de manipulación de personas, esencial para los líderes, y la aptitud creativa clave en los escritores y artistas.
La importancia de estos conceptos, que no son nuevos, pero que al fin reciben una vía de aplicación real, no sólo está en el diagnóstico precoz de talentos escondidos, sino también en la reorientación de los pedagogos para que estimulen en las aulas estas aptitudes tan útiles.


Nuestra mente, una máquina


La mente es una complicada estructura, situada físicamente en el cerebro, que recibe influencias de todo el organismo. Se encuentra en continua actividad y sólo durante el sueño entra en una fase de reposo relativo, ya que continúa funcionando en otros niveles.
Nuestro cerebro sigue siendo aún hoy día prácticamente un misterio, pero la ciencia no deja de avanzar en su estudio y las técnicas para descubrir su funcionamiento son cada vez más especializadas y precisas. Sus funciones afectan a todo lo que somos y hacemos; cualquier actividad realizada por el cuerpo, como mirar, tocar, digerir, moverse, sonreír o hablar, está provocada por una orden cerebral. Todo lo que llega desde el exterior tiene como punto final el cerebro; las imágenes que vemos, las captamos a través de los ojos, pero las reconocemos y sabemos qué son, gracias a la corteza cerebral. Lo mismo ocurre con el resto de las sensaciones.
Su funcionamiento psíquico es aún más complicado. La actividad mental, la vida psíquica, radica en el cerebro y el resto de las estructuras del sistema nervioso central. Nuestra mente es una máquina que piensa, está atenta, se orienta, tiene memoria, es inteligente, nos comunica con el exterior, se mantiene consciente...
La personalidad deriva también de la actividad mental. Una parte de la misma se hereda de los padres a través de la carga genética, está marcada orgánicamente. Otros aspectos de la personalidad son, en cambio, fruto del aprendizaje, que se inicia desde el momento mismo del nacimiento y continúa luego a lo largo de toda la infancia. Otros rasgos son fruto del ambiente, o los adquiere y desarrolla el propio individuo. Los aspectos psicológicos se almacenan en la memoria y van actuando con el tiempo.
Conocemos la conformación exterior del cerebro e incluso su composición microscópica, sabemos de sus conexiones con otras estructuras y de los mecanismos de transmisión de los estímulos, pero conocemos poco de sus enfermedades; en este sentido, la mente humana es todavía una gran desconocida. Los investigadores modernos se afanan en encontrar las causas últimas de la depresión, la esquizofrenia, las neurosis y todos los trastornos psiquiátricos, pero el cambio es largo y queda mucho por recorrer.

La mente.
Deberíamos aprender a serenarnos y tomarnos las cosas con mayor tranquilidad si queremos ser felices y tener buena salud.
Todos tenemos el mismo problema, se llama "mente". Como la creación del Dr. Frankestein, cuando nuestra mente escapa a nuestro control y "actúa por su cuenta", puede ser, como mínimo, una cosa molesta y, en el peor de los casos, monstruos. En el mejor de los casos, puede hacer que nos sintamos molestos, tensos, inquietos, incapaces de relajarnos y disfrutar. En el peor de los casos, podemos convertirnos en enfermos, delincuentes o dementes. Después de todo, ¿qué es la neurosis sino la persecución de nosotros mismos por nuestra mente, y qué es psicosis sino la locura homicida de la mente en acción?
Meditar es experimentar el alivio del desasosiego y de la cháchara constante de la mente para sentir el silencio y la paz interior. Hay muchas maneras de lograr esto en otro apartado sugeriremos técnicas de meditación (accesos hacia esa paz interior) con las que podremos experimentar para ver cual se adecua a nosotros mismos.
En realidad, "la mente" como entidad no existe. Si observamos, sólo existe una sucesión de pensamientos que es más o menos automática. Estos pensamientos surgen como burbujas salidas de ninguna parte. Algunos nos resultan agradables, otros desagradables y otros neutrales en contenido de sentimiento. A veces suelend desaparecer casi de inmediato, otras veces insisten en perdurar en nuestra consciencia, clamando por nuestra atención o acción, demanera obsesionante o persecutoria. Puesto que el sentimiento sigue al pensamiento, puede hacernos sentir cualquier cosa, desde feliz, satisfecho/a o eufórico/a, a deprimido/a desesperado/a o paranoico/a.
Estos pensamientos que, de buen o mal grado, entran en nuestras cabezas afectan a nuestros estados de ánimo, y puesto que lo que decidimos y hacemos habitualmente surge de lo que estamos sintiendo, también afectan a nuestras acciones y reacciones hacia los demás. Por consiguiente, nuestros pensamientos nos manipulan como a títeres. Cuando un pensamiento se apodera de nosotros, nos sentimos excitados; en otras ocasiones somos presa del pánico. Al recordar viejas ofensas sentimos aparecer la misma antigua ira, como si todo estuviese sucediendo de nuevo. Nuestros pensamientos nosimpulsan: vamos de arriba a abajo, damos vueltas y vueltas, de un lado a otro como ratones en una rueda de molino.
El origen de toda desdicha humana comienza como un pensamiento antes de ejecutarse y de manifestarse en el plano material. Y la meditación es la única forma que tenemos para superar el dominio absoluto que nuestro pensamiento tiene sobre nuestra experiencia y nuestra manera de estar en el mundo.
La esencia de "liberarse del engranaje" es romper la identificación de nosotros/as mismos/as con nuestros pensamientos para parecernos menos a robots y dejar de ser conducidos por ellos. Darse cuenta del ser que vive detrás del pensamiento, de cómo se crea el pensador con los pensamientos es tremendamente liberador. Conseguimos comprender que no tenemos por que ser perturbados por ninguna película de desastres que se proyecte en la pantalla de la mente, por recuerdos del pasado cargados de melancolía o fantasías del futuro preñadas de fatalidad. Los problemas pueden perdurar, pero ahora llegan a ser hechos que tienen que ser manejados, y serán manejados de manera más eficaz si son vistos con claridad más que a través de la bruma de sentimientos que suele reunirse en torno a ellos.
La  meditación nos permite ver lo que es real más claramente, experimentarlo más directamente, responder a ello en forma más apropiada tal como el hecho es ahora, sin ser perturbados por lo que nos dicen nuestras mentes acerca de lo que podría o debería suceder, o de lo que aconteció la última vez. Pues nuestras mentes no están en el aquí y en el ahora, sino que se hayan detenidas en el pasado o en el futuro. Tal vez lo más importante que la meditación regular hace por nosotros/as es incrementar nuestra capacidad para vivir en el momento, realzando nuestra experiencia de lo que está sucediéndonos. En realidad nos ayuda a "perder nuestras mentes y llegar a nuestros sentidos"; otro modo de decirlo es que nos hace sentir más vivos, más plenamente "aquí y ahora".

El deterioro de la mente.

A medida que vamos avanzando en años nos damos cuenta que la mente –que es el instrumento de la comprensión- se deteriora debido a su mal uso. El principal motivo de deterioro de la mente es el proceso de la opción. Toda nuestra vida se basa en la opción. En la opción nunca hay una comprensión directa, sino siempre el tedioso proceso acumulativo de la capacidad de distinguir, el cual se basa en la memoria, en la acumulación de conocimientos. Y la opción genera este constante esfuerzo.
La opción es ambición. Nuestra vida es ambición, y el “llegar a ser”, esa aspiración, ese empuje, el impulso para llegar a serlo, es el proceso de la ambición, que se basa esencialmente en la opción. Así, nuestra vida es una serie de luchas, un movimiento que va de un deseo a otro, y en este proceso de devenir, en este proceso de lucha, la mente se deteriora. La naturaleza misma de este deterioro es la opción, que es el origen de la ambición.
Pero se puede vivir una forma de vida que no se basa en la ambición, en la opción, que es un florecimiento que no proviene de una búsqueda, que es sencillez. La ambición engendra competencia. Ésta produce ciertos beneficios económicos, pero deja como secuelas el embotamiento mental y el condicionamiento tecnológico. El ser humano pierde su sencillez, su capacidad de vivenciar directamente y se crea un mundo horrible.
Se debe ser consciente de la ambición en la propia vida, investigarla y averiguar que implica. La opción es corrupción, ya que impide el florecimiento. El ser humano que florece es, no está deviniendo, llegando a ser. Existe una gran diferencia entre el ser humano que florece y el que deviene. La mente que deviene es una mente que está siempre creciendo, expandiéndose, acumulando experiencia como conocimiento. Siempre está en conflicto, en lucha, en un estado de desdicha. Esta gran diferencia que hay entre la mente que deviene y la que florece la debemos descubrir en nuestro vivir cotidiano. Vivir en florecimiento es vivir sin ambición, que es el camino de las opciones, es descubrir un florecimiento que es el camino de la Vida, que es la verdadera y apropiada acción.
Pero sin haber descubierto el camino del florecimiento de la Vida nos limitamos a decir que no debemos ser ambiciosos, pero el simple matar la ambición destruye también la mente, porque no deja de ser esta una acción de la propia mente, o sea de la opción y de la ambición. Por esto es esencial que dada uno de nosotros descubra en su vida la verdad con respecto a la ambición. A todos se nos estimula para que seamos ambiciosos; esta sociedad nuestra se basa en eso, en la fuerza del impulso dirigido a la obtención de un resultado. Pero ese modo de abordar la Vida es esencialmente erróneo, hay otro modo que es el florecimiento de la Vida, el cual puede expresarse sin acumulación alguna.
Hay una energía, una tremenda fuerza que no tiene nada que ver con el proceso acumulativo, tonel trasfondo del “yo”, del sí mismo, del ego. Ese es el camino de la creación. Si comprender esto, sin vivenciarlo, nuestra vida se vuelve muy opaca, se convierte en una serie de conflictos interminables en los que no hay creatividad ni felicidad alguna. Si pudiéramos, sin descartar la ambición, comprender sus modalidades –percibiendo, escuchando la verdad de la ambición, estando abiertos a ella- podríamos dar con ese estado de creatividad en el que hay una expresión constante que no es del ego, de la autorrealización, sino que es la expresión de esa energía libre de las limitaciones del “yo”.

Aprovecha lo que tienes

Cuánto tienes a tu alcance para hacer algo no es ni por asomo tan importante como lo que decidas hacer con ello. Muchísima gente que se volv...