martes, 9 de julio de 2013

Valor real del éxito y del fracaso

Éxito y fracaso son dos evaluaciones finales y opuestas de una tarea emprendida.
En cualquier acto que se real¡za existen básicamente tres fases:
Propósito. En la que tiene lugar el deseo y la intención de realizarla, decidiéndose de un modo más o menos consciente la conveniencia o no de actuar. El propósito tendrá una duración y complejidad relativas a la importancia de la tarea a realizar y va en función de la voluntad del sujeto.
Acción. En esta fase se pone en práctica el propósito. El individuo ejecuta la actividad deseada persiguiendo unos objetivos. Está en función de la capacidad personal e influida por los condicionamientos internos o anímicos y ambientales.
Fin. Fase en la que se consigue o no el objetivo buscado. Se manifiesta el resultado final del propósito y de la acción y tiene lugar un juicio valorativo del proceso.

Generalmente se juzga la actuación en función de sus objetivos: si se consiguen los fines pretendidos con ese propósito, se dice que la tarea ha sido un éxito. Si no se logran, se dice que ha sido un fracaso.
Por lo regular, el fracaso puede suceder por error en el propósito: intención equivocada, pretensiones ilusorias, objetivos inalcanzables, etc., o por error en la actuación, hecho que no depende exclusivamente del sujeto; existe una notable, y a veces decisiva, influencia de los condicionantes y circunstancias ambientales.

La valoración del éxito o fracaso de una empresa se realiza desde dos puntos de vista:
Análisis objetivo. Mediante la observación desde el exterior de la acción realizada por el sujeto y, sobre todo, del logro final de los objetivos.
Análisis subjetivo. Realizado por el propio sujeto y en función de la satisfacción personal conseguida.

Ambas evaluaciones no tienen por qué coincidir necesariamente. No es rara la disparidad de criterios entre ejecutante y observador ante una labor realizada. El primero puede sentirse muy satisfecho de su obra y en cambio no recibir la aprobación general, y viceversa. Esto se observa habitualmente en el terreno artístico. Cuando la intención del individuo es tan sólo buscar la aprobación general, obviamente el análisis objetivo y subjetivo deben coincidir para conseguir el éxito.
El valor real del éxito o el fracaso se debe buscar en la integración mental y en la repercusión afectiva que ambos conceptos tienen en el sujeto protagonista de la acción, ya que los dos enjuiciamientos pueden determinar la sucesiva forma de actuar, bien como estímulo (el éxito) o bien como freno (el fracaso).
El éxito incita a la acción en busca de nuevos éxitos, condicionándola positivamente. El fracaso, en cambio, induce a la paralización para prevenir y evitar otros posibles fracasos.
Éste es un fenómeno de aprendizaje que debe tenerse muy en cuenta cuando se persiguen fines educativos: premiar una labor bien realizada tiene mucha más influencia en la conducta que el castigo por la labor fracasada. Un premio es un incentivo que anima a actuar al resaltar el éxito. Con el castigo se inhibe la acción por miedo al mismo.
Por algo parecido, algunas personas se mueven en su vida siguiendo la ley del «todo o nada». Poseen un perfeccionismo exagerado, junto a una capacidad nula para asumir el fracaso. Por tal motivo viven paralizadas en sus acciones y decisiones, pues piensan que es mejor no actuar que actuar con el riesgo del fracaso: «Como seguramente no lo haré bien, mejor, no lo hago.» No son conscientes de que tomar decisiones y actuar es algo que encierra posibilidades tanto de éxito como de fracaso, mientras que el no actuar es objetivamente un fracaso siempre, porque nunca se alcanzará fin alguno.
En toda conducta existen probabilidades de éxito o de fracaso, tan válido uno como el otro para poder modular dicha conducta. Y ha de tenerse en cuenta que la satisfacción plena tras una tarea realizada se consigue pocas veces, y que, tal vez, sea más positivo sentirse «satisfecho pero sabiendo que todo es mejorable», para mantener un espíritu de superación.
 


domingo, 7 de julio de 2013

Enfermedades psicosomáticas

Al paciente, tras mucho deambular de médico en médico, le han mandado al psiquiatra, por un acné, una úlcera de estómago, asma o un dolor sin causa aparente. ¿Cómo es posible? Por algo que parece enteramente una enfermedad orgánica le remiten al «especialista de los nervios» y le dicen que padece un trastorno psicosomático.
Como su mismo nombre indica, en las enfermedades psicosomáticas se combinan lo psíquico y lo somático. Mente y cuerpo forman una unidad indivisible en permanente diálogo y que mantiene intercambios constantes con el exterior; los estímulos psíquicos pueden en un momento dado alterar la armonía de esta estructura. Esta idea es el punto de partida y apoyo de la medicina psicosomática, rama de la medicina a caballo entre la psiquiatría y la medicina general. En los problemas psicosomáticos se parte de un conflicto puramente psicológico, que, al no ser elaborado de forma correcta, hace surgir una enfermedad somática con toda su sintomatología, como una úlcera gastroduodenal, un eczema o una hipertensión, apareciendo una lesión orgánica evidente y demostrable. En esto se distingue de un proceso neurótico que también tiene como partida un conflicto psíquico y una manifestación somática, pero que, sin embargo, no cuenta con una lesión orgánica, ni una expresión física cuantificable que justifique los síntomas corporales.
En la aparición de estos procesos intervienen factores psicológicos, biológicos, sociales y de aprendizaje. Tensión, miedo y angustia, junto al exceso de trabajo y actividad, generan el estrés que va produciendo cambios en el organismo. Se alteran las hormonas, aparecen descargas de adrenalina, el organismo se resiente y, en un momento dado, un órgano lanza una señal de alarma. Surge una enfermedad somática en respuesta a la inquietud psicológica, es una consecuencia del estrés. En la elección del órgano no se actúa al azar, sino que siempre se afecta al más débil. Es la teoría de la inferioridad de los órganos: ante un problema psicológico que tiene que aflorar por algún sitio, se aprovecha el punto más débil para la somatización. Esta respuesta se puede repetir; cuando el sujeto se ve envuelto en conflictos y tensiones, aparece el mismo problema orgánico que en situaciones similares. Se produce también un fenómeno de conversión que consiste en que un síntoma psicológico se convierte en otro orgánico con el que de alguna manera tiene una relación simbólica. Por ejemplo, ante un problema de relación con otras personas el inconsciente se manifiesta a través de un problema en la piel.
Las enfermedades psicosomáticas se relacionan con la capacidad de expresión verbal condicionada por factores socioculturales. A medida que ésta es más baja, la persona tiende a expresarse más con un lenguaje corporal y el mismo camino siguen sus conflictos psicológicos. Apunta una personalidad psicosomática al estilo de las personalidades neuróticas, con un yo superestructurado incapaz de comunicar los conflictos del subconsciente, pero que, ante la necesidad de expresarlos, los materializa al corporizarlos.
Finalmente, hay que anotar lo que en psiquiatría se llama la «ganancia secundaria»; a través de la enfermedad, el enfermo puede obtener una serie de beneficios más o menos valorables, como más atención por parte de quienes lo rodean, consideraciones especiales en el trabajo, en la familia, una baja... Así, de forma consciente o inconsciente, el enfermo puede querer seguir siéndolo.
Hay una serie de puntos a tener en cuenta en las enfermedades psicosomáticas:
— Pueden independizarse de la causa psicológica que las originó e ir avanzando en el plano orgánico, transformándose en un proceso patológico independiente.
— Pueden manifestarse por fases, de acuerdo a las crisis de la biografía del enfermo.
— Pueden cambiarse de un trastorno psicosomático a otro, sin reglas fijas, y dependiendo de las situaciones ambientales y personales que concurran en cada momento.
— Pueden asociarse a otros procesos psicopatológicos, como la depresión o la crisis de angustia.

Enfermedades psicosomáticas:
Aparato digestivo:
— Úlcera gastroduodenal.
— Colitis ulcerosa.

Aparato respiratorio:
— Asma.
— Alergia respiratoria.
— Síndrome de hiperventilacíón.
— Síndrome de retención respiratoria.
— Rinitis vasomotora.

Piel:
— Eczema.
— Psoriasis.
— Acné.
— Hiperhidrosis.
— Alopecias.

Aparato cardiovascular:
— Hipertensión arterial.
— Síndromes algoriodes, enfermedades coronarias.
— Arritmias cardíacas.
Cefaleas.

Enfermedades ginecológicas:
— Síndrome de Tensión Premenstrual.
— Dismenorrea (regla dolorosa).
— Trastornos menopáusicos.

Disfunciones sexuales:
— Impotencia.
— Frigidez.
— Vaginismo.

Enfermedades del sistema endocrino:
— Obesidad.

Enfermedades psiconeurovegetativas.

El espectro de las enfermedades psicosomáticas es ciertamente amplio, incluye más aún de las que aparecen en este cuadro, pero hay que tener en cuenta que, aunque estas enfermedades pueden ser psicosomáticas, no siempre lo son. A la hora del diagnóstico, lo primero es descartar que no se trate de un proceso orgánico (una cefalea, dolor de cabeza, puede deberse a una lesión cerebral y no tener nada que ver con la situación psicológica). Existe el riesgo de convertir la patología psicosomática en un cajón de sastre donde todo puede ir a parar. Esto es grave, puede poner en peligro la vida de una persona y por supuesto retrasar el diagnóstico y el tratamiento de lo que verdaderamente le ocurre.
En el tratamiento hay que combinar la asistencia del médico general o especialista con el psiquiatra. Entre ambos se tratan las vertientes orgánicas y psicológicas de la enfermedad. Uno trata la úlcera, el acné o la hipertensión. El otro se encamina al origen en sí del problema psicosomático y, posiblemente, de otros cuadros acompañantes, como la angustia o la depresión. Existen dos armas fundamentales para el psiquiatra: la psicoterapia y los psicofármacos, que combina a la hora de afrontar este problema.
 


miércoles, 3 de julio de 2013

Las frustraciones


El ser humano goza de una energía motora gracias a la cual adopta una postura, más o menos dinámica, ante la vida. Esta energía vital está canalizada por una especie de resortes —los impulsos— que son los encargados de dar una dirección y un objetivo a esta postura (que puede ser tanto activa como pasiva) para que tenga un sentido.
El impulso sería el equivalente al instinto de los animales irracionales. Al igual que éste, está determinado genéticamente; la gran diferencia es que el impulso humano tiene un fuerte componente racional.
Cuando se activa un impulso se produce un estado de tensión o excitación psíquica. Esta tensión impulsa a la persona a actuar para liberar dicha tensión, que no se extinguirá totalmente hasta que no se haya realizado el acto al que impulsa.
Si surge un impulso y la persona no es capaz de satisfacerlo, aparece lo que llamamos frustración, que se manifiesta como un estado de vacío o anhelo insaciado.
Obviamente, el grado de frustración irá en función del grado de intensidad del impulso malogrado. Es como si toda la energía emitida para conseguir un objetivo, al no lograrlo, rebotara contra el mismo sujeto que la ha generado. A mayor acción impulsora, mayor reacción frustrante.
Esto no quiere decir que haya una proporcionalidad directa entre el objetivo a conseguir y la sensación de frustración que produce el no lograrlo. El grado de intensidad de la frustración depende, sobre todo, de la fuerza del deseo, más que del objetivo en sí (y, por supuesto, desde el punto de vista de su repercusión en la psique, es mucho más importante la mayor o menor intensidad de la frustración, que el hecho que la ha originado).
Pongamos un ejemplo: Un joven desea estudiar una carrera determinada, pero no aprueba el examen de ingreso en la Universidad y, lógicamente, esto le hace sentirse frustrado. La misma joven va luego a comprarse unos pantalones que le han gustado mucho y que ha visto anunciados en un escaparate, pero al probárselos, no le sirve la talla, sintiéndose nuevamente frustrado. Puede, entonces, darse el caso de que la segunda frustración sea para este joven, más profunda y decisiva que la primera. Obviamente, unos pantalones son menos importantes que una carrera universitaria, pero para alguien que le concede mayor importancia a su aspecto físico que a la posesión de un título superior, son, subjetivamente, más importantes.
Las frustraciones comienzan a aparecer ya desde las primeras etapas de la vida. El recién nacido depende absolutamente de su madre, que lo atiende, cuida y alimenta (fase oral de la vida); al finalizar el período de la lactancia, nota un cierto distanciamiento por parte de la madre, que ya no colma el cien por cien de sus necesidades, se siente abandonado, brotando de ese sentimiento la primera frustración. Este hecho provoca una pequeña reacción de agresividad en el niño, que, al mismo tiempo, comienza a darse cuenta de la fuerza que puede ejercer sobre sus padres con sus funciones corporales (fase anal).
Posteriormente, aparece el deseo de vencer su situación de dependencia ante el adulto, dirigiendo sus impulsos hacia la búsqueda de seguridad, afirmación, dominio y amor propio. Con ello inicia su autorrealización, que culminará con la madurez.
Pero, realmente, todo este proceso no es más que una larga «carrera de obstáculos». A lo largo de nuestro desarrollo vital nos encontramos con innumerables barreras que dificultan o impiden la realización de nuestros deseos e impulsos.
La auténtica madurez y fortaleza del Yo se consigue cuando asumimos nuestras limitaciones. Cuando sabemos convivir con las frustraciones producidas ante acontecimientos insuperables. Cuando nuestras metas y objetivos se asientan sobre un plano real, relegando nuestras fantasías al campo de la ensoñación, y sabiendo, en todo momento, que no somos ni dioses ni superhombres.
Gran parte de la patología neurótica se nutre del mundo de las frustraciones, que desencadenan en la persona conductas agresivas, tanto hacia el exterior como hacia el interior, transformando al individuo en un ser antisocial o autodestructivo.


martes, 2 de julio de 2013

La concentración.


La mente puede ser muy poderosa. Todo se experimenta en última instancia a través de la mente. En el escenario de la mente se vivencia la propia íntima y relativamente privada realidad psíquica. La mente tiene la capacidad de amplificar o minimizar, es el órgano de la percepción y del conocimiento, y en ella se encuentran las funciones de la imaginación, la memoria, la atención, el juicio, el discernimiento y la consciencia. En la mente ocurren todos los procesos de raciocinio como medir, comparar, analizar, diferenciar, inducir o deducir. La mente, pues, es un instrumento vital que acompaña al ser humano desde el nacimiento hasta la muerte. Pero no es lo mismo una mente dispersa y fragmentada que una mente estable y bien gobernada, una mente caótica y confusa que una mente clara y penetrativa, una mente difusa y agitada que otra encauzada y sosegada.

La mente dispersa crea muchas dificultades, entendimiento incorrecto, tensiones y alimenta sus propios errores. La mente unificada, establecida con firmeza, bien sujeta bajo el mando de la consciencia y la voluntad, es una herramienta valiosísima y fiable. Por todo ello es necesario tener en la medida de lo posible una buena mente, y esto significa tener una mente que nos obedece, que reflexiona con claridad y precisión, que sabe dejar de pensar y sosegarse. Muy pocas personas tienen una mente así. Los seres humanos, hasta que no vivimos espiritualmente, somos como una hoja a merced del vendaval de nuestros automatismos mentales y no podemos decir en justicia que pensamos, sino que la mayoría de las ocasiones somos pensados por nuestros pensamientos mecánicos.

De la misma manera que la dispersión mental debilita, neurotiza, confunde y desarmoniza, la concentración mental nos cohesiona psíquicamente, nos protege contra pensamientos inadecuados e insanos y de estados mentales perniciosos, os permite un juicio más profundo y esclarecido, potencia la memoria y nos permite hacer todo con mayor precisión, cordura y habilidad.

Una mente concentrada es una bendición. La concentración es la fijación de la mente en un soporte, la capacidad de que la mente se estabilice en el objeto que la ocupa. Así como toda fuerza canalizada gana en potencia, también la mente canalizada obtiene mayor penetración y hace posible una comprensión más enriquecedora y profunda.

Hasta que comenzamos a conocer la mente y empezamos a ejercitarnos en su saludable dominio, esta es fluctuante como la llama de una vela expuesta al viento. La mente del ser humano suele ser caótica y tiende a crear muchas dificultades innecesarias. Sólo mediante el ejercicio de una vida espiritual se va aprendiendo a concentrar la mente, sólo cuando nacen la benevolencia, la compasión y la ecuanimidad, la mente vive la estabilidad. Una mente menos zarandeada por el apego y la aversión también es más segura y menos fluctuante.

En la vida espiritual la concentración juega un papel fundamental, porque de la virtud de la concentración surge la sabiduría que libera e ilumina. Una mente concentrada es una mente que se vigila y se custodia mejor a sí misma y que no se deja alterar por lo banal y por lo superfluo. Una mente concentrada puede contemplar, imperturbable, la dinámica de la existencia y no se deja confundir por las apariencias. Es necesario aprender a mantener la mente más atenta en la propia vida cotidiana, encontrarse presente en lo que se está haciendo y evitar el automático y atosigante parloteo mental.

Una mente concentrada es necesaria en la senda espiritual. Hay que ser paciente en el ejercicio de la concentración, que gana en intensidad y pureza con la práctica perseverante y gradual, pues al principio la mente se escapa una y otra vez al control de la persona, pero, con paciencia, se debe una y otra vez también, regresar al objeto de la concentración. Una mente dispersa es como una casa mal techada en la que entran el granizo, la lluvia y la nieve, pero una mente concentrada es como una casa bien techada donde no penetran esos elementos. La mente concentrada adquiere estabilidad, energía y fuerza, y se convierte en una aliada en cualquier momento y circunstancia. Ayuda a vencer las dificultades y libera de toda esa agitación mental que produce lo que se toma por desdicha e inquietud. Una mente concentrada está capacitada para penetrar en cualquier tema o aspecto y excluye todos los pensamientos inútiles y parásitos.

 
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Concentrarse es fijar la mente en un punto con exclusión de cualquier otro.
En la naturaleza, las múltiples manifestaciones de la energía son fuerzas poderosísimas, pero ciegas, que necesitan ser controladas por la inteligencia del hombre, quien obtiene así de ellas un fruto positivo. El agua, por ejemplo, puede resultar una fuerza destructora que arrasa y asola, y también, debidamente canalizada, puede convertirse en una fuente extraordinaria de vida y de riqueza. Hasta ahora, la humanidad ha tratado de someter y utilizar con propósitos constructivos algunas de estas fuerzas a medida que ha descubierto su poder.
La concentración es la técnica para canalizar y someter a la más sutil y poderosa de todas las fuerzas de la naturaleza: la energía mental o pensamiento.
La mente tiende siempre a manifestarse en forma de hábitos, a recorrer caminos que le son gratos y conocidos, desperdiciando así la mayor parte de su potencial, que podría muy bien utilizarse en fecundar e iluminar las espesas tinieblas de lo desconocido.
La práctica de la concentración tiene por objeto adiestrar a la mente para que pueda dirigirse a lugares u objetos determinados a voluntad y conscientemente. Así como un invidente que ha de aprender a moverse en una ciudad desconocida necesita un entrenamiento previo, la mente, antes de familiarizarse con un nuevo camino, necesita un adiestramiento largo y específico.
Esta práctica comienza con el control de los sentidos. Sabido es que los sentidos son como grandes boquetes por los que se escapa en torrente nuestro flujo mental, creándose así una corriente hacia lo exterior, que inestabiliza la mente e impide la concentración. El flujo mental, una vez rebasado el boquete de salida, se precipita hacia la nada por los innumerables cauces del hábito, arrastrando consigo, inútilmente, un enorme caudal de energía. Para controlar esta fuga constante de energía es preciso colocar un juego de válvulas o compuertas que regulen el paso de los sentidos, dejando salir solamente aquella cantidad de energía que sea precisa en determinados momentos y teniendo, en otros, la posibilidad de cerrar completamente la salida al exterior y concentrar toda la energía en propósitos introspectivos.
Este juego de válvulas que regula el paso de la mente hacia lo exterior es la disciplina de los sentidos. Es el quinto paso en el camino del Raya Yoga y recibe el nombre sánscrito de Prathyahara(entrenamiento para hacer la mente introspectiva).
Cuando los sentidos pueden cerrarse a voluntad a lo exterior, uno se encuentra con el vasto mundo de lo interior, poblado de recuerdos e imaginaciones y tan tentador y seductor como el exterior. Es preciso entonces retirar la atención de este juego ilusorio de la mente y fijarla conscientemente en un solo punto. Aquí comienza la concentración.
Es muy difícil, al principio, mantener la mente apartada de sus cauces habituales, pero la práctica constante va imprimiendo un nuevo surco en la sustancia mental por el que la atención discurre cada vez con mayor facilidad. Cuando este nuevo cauce es lo suficientemente profundo, la corriente mental, arrastrada por la atención, fluye intensamente por él, de un modo suave, regular y uniforme. En este momento se ha producido la concentración. Una sola idea ocupa la mente y toda la energía está concentrada en esa idea única.
Todo el mundo posee cierta capacidad de concentración, pero para la evolución espiritual es preciso desarrollar esta facultad hasta un grado muy alto. Un científico concentra su mente e inventa muchas cosas nuevas. A través de la concentración, perfora las capas más gruesas de la mente y penetra profundamente en las regiones más elevadas donde obtiene un conocimiento más profundo. El investigador proyecta su intelecto sobre los materiales que analiza y descubre sus secretos.
Toda nuestra vida es un constante ejercicio de concentración. Igual que solamente somos capaces de hacer una cosa a la vez, deberíamos tener siempre una sola idea en la mente: la idea de aquello que estamos haciendo en un momento determinado. Eso nos convertiría en genios. La única diferencia entre un genio y una persona ordinaria es su capacidad de concentración. Quien es capaz de concentrar y proyectar todas sus energías en una disciplina cualquiera se convierte en un genio. Los santos concentran su pensamiento en Dios y adquieren un magnetismo divino que intoxica espiritualmente a cuantos entran en contacto con ellos.
La concentración es necesaria para hacer nuestra vida fecunda. Uno debe elegir un ideal y concentrarse plenamente en él. Sin distracciones. Solamente así puede obtenerse éxito en la vida. Los inestables, los eternos buscadores, los que prueban un poco de aquí y un poco de allá, sin decidirse jamás por un camino u otro, son perfectos ejemplos de dispersión. Tales personas pueden pasarse horas enteras sentadas tratando de concentrar su mente, pero todo lo que pueden hacer es construir castillos en el aire. La mayor parte de sus energías las gastan en la murmuración y el regalo de los sentidos. Pretenden buscar la verdad, pero lo único que quieren es un método maravilloso y exclusivo que les conduzca rápidamente a la realización sin ninguna disciplina y sin verse obligados a prescindir de aquello que atrae a sus sentidos y dispersa su mente. ¿Cómo pueden disfrutar de paz quienes albergan tal inquietud y desasosiego? ¿Cómo pueden tales personas alcanzar logro alguno, temporal o espiritual?
La más elevada de las tareas del hombre, la única que puede liberarle de todas sus miserias, la que constituye el objeto de toda existencia, es la concentración en lo divino. Llevar una vida espiritual no es otra cosa que entrenarse en este ejercicio glorioso de concentrar la mente en lo divino y apartarla, gradualmente, de lo mundano. Todas las demás prácticas y ejercicios tienen como finalidad última capacitarnos para llevar a cabo con éxito este alto cometido.
La concentración puede ser interna o externa; abstracta o concreta, dependiendo de que la atención se enfoque en un punto exterior o interior; en un objeto concreto o en un concepto abstracto. Cada uno puede elegir para su práctica aquel objeto con el que se sienta más identificado: una imagen, un chakra o centro de energía espiritual, la llama de una vela o una idea abstracta (Paz, Dios, Amor). Lo verdaderamente importante no es el objeto elegido, sino que exista concentración y que ésta se emplee inteligentemente con propósitos evolutivos y espirituales.

viernes, 28 de junio de 2013

Nuestra verdadera naturaleza.

¿Cuál es la fuente, cuál es el fundamento, para que nosotros tratemos de ser auténticos, o es que acaso somos la suma de las cosas que han ido entrando en nosotros, es de­cir, un producto del ambiente?
Nosotros, en nuestra esencia más profunda, no somos nada de lo que viene del exterior. En nuestro interior se encuentra esa capacidad de vivir, esa capacidad de crecer, de existir, y utilizar los datos, los hechos, para desplegar esta capacidad que hay en nosotros.
Vamos asimilando nuestra capacidad a través del desarrollo de nuestra potencia interior, a través de unas experiencias y unos hechos, y así transformamos un compuesto que está constituido de nues­tra capacidad y potencialidad real, más una serie de aspectos formales, de datos, de hechos, de modos de conducta, que hemos asimilado del exterior. Del interior surge la fuerza, el potencial; del exterior viene la forma, los datos. Pero no hemos de confundirnos con estos datos, no hemos de confundirnos con ese compuesto.
Con­siderando la personalidad de un modo global, sí somos ese compuesto, ese producto, en tanto que personalidad glo­bal. Pero, si tratamos de buscar lo que es nuestra verdad genuina, lo que nosotros queremos decir cuando decimos “yo”, entonces nos daremos cuenta de que esos compuestos son variables, y que hay una noción de identidad que no depende de los compuestos, sino que es permanente. En todo ser humano hay algo genuino detrás de esos procesos de asimilación, detrás de sus propias operaciones vitales, afectivas y mentales, que le está diciendo que “es” en tanto que su­jeto que está viviendo, que está asimilando, que está creciendo, que se está actualizando.
Este “yo” es la fuente de donde surge toda nuestra capacidad energética, toda nuestra energía vital, toda nuestra fuerza moral. Nuestra vida es un desplegamiento progresivo de esa fuerza que hay dentro, y lo exterior no es otra cosa que un medio para que esa fuerza se actualice, se ponga en acción, se convierta en ex­periencia completa.
La vida no es una incorporación de fuera hacia dentro, sino, sobre todo, un desplegamiento de dentro hacia fuera. Esto podemos comprobarlo, por­que si este desplegamiento de dentro hacia fuera fracasa, por más que se produzcan elementos y situaciones exterio­res, no tiene lugar la respuesta del ser vivo. Un ser vivo se caracteriza por este principio “centrífugo”, por este principio de crecimiento que tiende a extenderse siempre a partir del núcleo.
Nuestro “yo” es la fuente de toda capacidad de conciencia, de conocimiento. Todo lo que uno es capaz de compren­der, de entender, no le viene producido por el exterior. El exterior nos da los datos, nos presenta los hechos, pero la capacidad de comprender la verdad que pueda haber allí es siempre un proceso interno que surge de lo más profun­do de uno mismo; y significa una actualización de la inteligencia.
No he­mos de confundir la inteligencia con las formas ya comple­jas, compuestas, que produce esa inteligencia al asimilar unos datos concretos. El hecho de comprender, el hecho de entender, viene de una capacidad interior. Por lo tanto, todo lo que somos capaces de llegar a comprender en con­diciones óptimas surge de este mismo ”yo” central. Nuestra inteligencia está dentro y necesita solamente unos estímu­los, unos medios, para irse actualizando. También el “Yo” central es la fuente de toda nuestra capacidad de goce, de satisfacción, de alegría, de paz, de felicidad. Todo esto no es algo que nos dé el exterior, aunque nosotros lo creamos así y, en virtud de esta creencia, lu­chemos por unos beneficios exteriores y nos sintamos desgraciados cuando estos beneficios se frustran.
Creemos que la felicidad nos vendrá en consecuencia del éxito, de la correspondencia en el amor, de la obtención de un cargo determinado, de lo que sea, siempre del exterior. No obstante, es muy claro que toda nuestra capacidad de goce surge solamente cuando algo dentro de nosotros contesta a algo externo. Es nuestra respuesta interior la que produce el goce; el exterior lo provoca, lo despierta, lo estimula, pero no lo produce.
Los seres humanos acostumbramos confundir esto, porque nos sentimos felices cuando tenemos una ventaja más; cree­mos que la felicidad nos la proporciona esta nueva ventaja. Y no es cierto; no hay un nexo necesario de causa y efecto. La prueba de ello está en que muchas personas poseen ventajas iguales o mucho mayores y no son por ello felices. No es la cosa lo que da la felicidad; la cosa sirve de reactivo para que algo en nuestro interior responda. Siempre es nuestra res­puesta interior lo que produce el estado de felicidad.
Debemos entender que, al hablar de este “yo”, no estamos hablando de una entelequia, de algo sin substancialidad, sino de algo que es la fuente de todo lo que estamos valorando en nuestra vida concreta. Se trata de un potencial extraordinario, fantástico, fabuloso.
La autenticidad no es nada más ni nada menos que el aprender a tomar contacto con esa Realidad Central, con este “yo” central, con esta fuente de la que estamos hablan­do, para poderla expresar en todo momento con inteligen­cia, de acuerdo a cada situación. Cuando en un ser humano se produce esta conexión con su centro, y puede entonces responder directamente desde allí, es el momento en que la res­puesta es auténtica, es lo suyo, es lo más verdadero que hay en él, lo más completo, lo más total. En ese momento es cuando uno es realmente auténtico.
 


La vida exterior reflejo de la interior.


Se descubren muchas cosas curiosas, interesantes y sorprendentes cuan­do se realiza un trabajo interior, cosas que son sumamente efectivas cuando se entienden. Una de ellas es que la confusión y multiplicidad de nuestras circunstancias en el mundo, de las cosas que nos ocurren, de las situaciones que vivimos, no son otra cosa que la confusión y contradicción que hay en nuestro propio interior.
Todo lo que hay en nuestro interior tiende a materializarse en nuestro exterior. Y no se puede materializar de un modo distinto a como esté dispuesto en nuestro interior. Porque nuestro interior y nuestro exterior no son dos cosas distintas sino dos ver­tientes de la misma cosa. La vertiente interior, o subjetiva, y la vertiente exterior, u objetiva, son la cara y la cruz de la misma cosa.
Durante muchos años nos hemos habituado a que nuestro interior sea simplemente el reflejo de nuestra situación exterior. Si las circunstancias me han sido favora­bles, nos sentimos bien; si las circunstancias no nos han sido propicias, nos sentimos mal. Esto ha creado en nuestro interior, además de unos estados de confusión y duda constan­tes, una semilla de contradicción; y nuestra vida tiende a perpetuar esta contradicción.
Pero llega un momento en que uno se da cuenta de que no puede pasarse todo el tiem­po echando la culpa a las circunstancias, o confiando en las circunstancias. Llega un momento en que uno descubre que, de hecho, el problema que uno vive, la insatisfacción, las dificultades, lo vive por culpa de algo que hay dentro, por un modo de ser de uno, pues otras personas en similares circunstancias, y quizás en peores, consiguen vivirlo de un modo distinto y mejor.
Mientras nos pasemos la vida atribuyendo la culpa de nuestros problemas a las demás personas, o a las cosas exteriores, no hay para nosotros la menor esperan­za; es decir, sólo queda la esperanza de que un día descu­bramos que las cosas no son así. El echar la culpa al exterior puede ser una gran satisfacción para el amor propio: uno queda libre de responsabilidad, uno es la víctima, el héroe, etc. Pero esto no arregla, ni ha arreglado nunca, nada. Cuando uno se da cuenta de que el problema -aunque his­tóricamente está relacionado con circunstancias exteriores- es debido a un modo de ser que ha quedado en uno y que tiende a i perpetuar, entonces es cuando se hace posible que uno, cam­biando este modo interno de sentir, cambiando su actitud interior, pueda cambiar estas circunstancias exteriores.
Cuando las utopías socialistas han propuesto que se llevara a cabo un reparto equitativo de las riquezas, fácilmente se ha previsto que, aunque a todo el mundo se le diera la misma cantidad de dinero, y esto de momento pareciera solucionar los pro­blemas de muchas personas, al cabo de muy poco tiempo la situación volvería a ser la misma de antes; porque las personas, aunque recibieran dinero, no habrían cambiado su modo de ser y de hacer, y esto las conduciría a plasmar en el exterior el modo deficiente o contradictorio que tienen en su interior.
Pensemos que esto no se refiere sólo al uso del dinero, sino a las personas que nos rodean, a nuestras circunstancias económicas, a la situación profesional, a todo. En nuestra pequeña y limitada mente, nosotros hacemos unas distinciones muy claras entre lo que es el dinero, la familia, la vida íntima, nuestras creencias e ideales, etc. En realidad, todo está unido, todo son campos universales de energía, todo es un torbellino dentro de este océano de conciencia, y, según sea ese foco de conciencia en ese mar de conciencia, así serán las cosas que se mueven a su alrededor.
La persona que interiormente tiene miedo, tiene angustia, de un modo inevi­table estará atrayendo situaciones de miedo, situaciones angustiosas, y, mientras no cambie, se pasará la vida repi­tiendo esas situaciones, sean cuales sean las circunstancias o el medio ambiente en que se encuentre. La persona que, dentro de ese miedo, tiene resentimiento, tiene hostilidad, por la razón que sea, estará provocando y atrayendo inevi­tablemente circunstancias agresivas contra ella, que tende­rán a justificar una vez más su hostilidad y su resentimien­to, las cuales, a su vez, provocarán nuevas situaciones de dificultad, de injusticia, de maldad, y de este modo se irá reforzando su círculo. Y el círculo nunca se rompe en lo exterior, porque es la persona, desde su foco de concien­cia, quien lo está creando y manteniendo.
En la medida en que nosotros seamos capaces de cambiar el contenido de nuestro foco, de nuestra conciencia interior, en esta misma medida cambiará lo que nos rodea. Y esto ocurre de un modo ine­vitable. Esto es muy interesante, ya que, si se puede intuir que realmente es así, entonces uno se da cuenta que tiene en sus propias manos la responsabilidad de su vida, que depende de uno el elegir que su mundo gire de un modo o de otro, sea de un color o de otro.
Y el mundo alrededor de uno girará de un modo o de otro, según sea el mundo in­terior real, no el supuesto, no el teórico. Si uno interiormen­te se obliga a vivir una conciencia de fuerza, de amor, de comprensión, no un poco de amor o de comprensión o de fuerza, sino a vivir profundamente esto hasta la raíz, si hacemos de esto nuestra consigna, si nos obligamos a instalarnos en esto, veremos como, al cabo de muy poco tiempo, de muy pocas sema­nas, o días, nuestras circunstancias exteriores cambian. La gen­te a nuestro alrededor cambia; tal vez no lo haga ella, en sí, sino sólo en relación con uno. Y los que no puedan cambiar en relación con uno mismo, cambiarán... de sitio; es decir, dejaremos de estar en contacto con esas personas.
Es imposible que la persona viva en el exterior algo distinto de lo que vive en el interior. Y, por esto, aprender a tomar la dirección, apren­der a afirmar la realidad por uno mismo, es aprender a to­mar una parte activa dentro de este juego exterior de la vida, de la manifestación.
Claro que esto no tiene ninguna importancia si lo que uno está buscando es la propia Realidad más allá de toda forma, más allá de toda idea. Pero esto es algo que cada uno ha de decidir: es decir, si realmente a uno le es del todo indiferente vivir de una manera o de otra en su mundo, en su existencia. Si a uno realmente le da igual, entonces no tiene por qué modificar nada y puede tratar de abrirse a ese Centro último que está más allá de lo bueno, de lo malo, de lo agradable, de lo desagradable.
Pero mientras la persona esté dando valor a su modo de vivir, mientras la persona esté luchando por solucionar dificultades, por mejorar circuns­tancias, entonces la persona no se ha de engañar diciendo que busca otra cosa. Aquello que nos hace sufrir, o aque­llo que nos hace reír, aquello es lo que tiene valor real para nosotros. No lo que un sector de nuestra mente diga, sino lo que en nuestra vida diaria tenga peso.
Cuando la persona comienza a ser consciente es natu­ral que esta gran ley de que lo interior es la causa de lo exterior se pueda aplicar a todos los estados de la vida inte­rior; no sólo a las circunstancias familiares, económicas, profesionales, etc., sino también a los estados de vida interior. Si, por ejemplo, estamos haciendo oración -en el su­puesto de que siga la línea religiosa- pidiéndole a Dios una serie de cambios en nuestra vida, o en la vida de los que nos ro­dean, pero en nuestro interior hay miedo, lo que se perpetua­rá en el exterior será el miedo, porque la ley de materializa­ción es una ley que obedece a la profundidad y continuidad del estado subjetivo, no a la intensidad emocional de la ora­ción, sino a la profundidad, a la sinceridad de lo que pro­fundamente se siente, se desea, se espera, se aspira. Por eso, el problema de la persona en la vida de oración consis­te en llegar a querer, a amar, a Dios de tal manera que se elimine su miedo, su duda. Porque, mientras la persona esté haciendo oración manteniendo subconscientemente el temor de que su demanda, como tantas otras veces, no será contestada, ese temor que está detrás de lo que uno dice es lo que da vigencia al fracaso. 
Modo de lograr la fuerza interior.
¿Cómo conseguir, pues, esa confianza, esa fuerza interior? Hay varias maneras. Es decir, se trata en realidad de una sola manera, pero existen varias formas de enfocar esa única manera.
Tomemos, por ejemplo, la vía religiosa. Dios es la fuen­te, la raíz, el centro de todo lo que está existiendo, es el centro actual, la potencia actual de todo cuanto está exis­tiendo. Si tratamos de entender qué quiere decir que Dios es la Potencia Absoluta, única, nos daremos cuenta de que esta Potencia Absoluta nos incluye a nosotros mismos. Porque uno, tanto si es importante como si no lo soy, está dentro del Absoluto, no puede estar aparte. Por lo tanto, toda forma de potencia, de fuerza, de energía que haya en uno es esa única potencia.
Si uno intenta entender qué quiere decir Poten­cia Absoluta, y trata de estar en silencio frente a esto que entiende al decir Potencia Absoluta, entonces se produci­rá un vacío interior, un silencio interior, que será vacío y silencio del propio miedo. Es por ausencia de miedo, de lo acos­tumbrado, que sentiremos el vacío, porque, claro está, el vacío no existe; sólo existe el Absoluto. Pero la ausencia de nuestro miedo, al poder contemplar y al poder abrir nuestra mente y corazón a esa intuición del Poder Absoluto, eliminará nuestra creencia en el poder opuesto al Absoluto: en el miedo. Y, entonces, en este silencio que se produce es cuando podemos tratar de sembrar esa actitud interior que será la se­milla que se manifestará luego, que fructificará en nuestra vida exterior.
Experiencias que se tienen con profundidad, a veces siendo muy jóvenes, mar­can de una manera tan fuerte al individuo que persisten durante toda su existencia y van fijando modos reiterati­vos, no sólo de sentir, sino también de actuar y de provocar situaciones en el exterior. Por esto hoy en día se habla de la persona que tiene predisposición a los accidentes, y no sólo respecto a aquellos accidentes motivados por su mala habilidad personal, sino incluso a los que pueden ser producidos por causas aparentemente fortuitas. En cam­bio, de algunas personas decimos que las acompaña la buena suerte, que respiran prosperidad; está clarísimo que esta persona prosperará, porque pensamos que en ella hay algo que está exhalando este sentido positivo.
Todo esto son manifestaciones más o menos pequeñas de esta gran ley de la que estamos hablando: aquello que nosotros seamos capaces de vivir profundamente y mantener profundamente, aquello y no otra cosa es lo que se manifestará, lo que se concretará en nuestra vida total.
Quizás alguien se pregunte qué sentido tiene modifi­car las cosas. Bien, en realidad nosotros ya las estamos modificando siempre. El sentido de nuestra vida es vivir las cosas de un modo. Nosotros somos un modo; y a través de este modo hacemos pasar las cosas, hacemos pasar esa vida, esa conciencia. Nosotros estamos aquí para dar un modo a las cosas. Sólo que llega un momento en que podemos elegir el modo.
Nosotros no podemos inhibirnos del modo como son las cosas, las personas, las circunstancias. Esto puede ser el ideal de la persona que busca una paz celes­tial, una liberación -con la que sueña- de todo lo que es ilusión, donde no hay ningún problema, donde todo es felicidad. A esta persona le importará muy poco cómo sean las cosas y lo que pese en las cosas.
Existe, sí, existe ese país de hadas que llaman “ananda”; existe realmente, y es nuestro patri­monio. Y lo tenemos que vivir, porque es la Realidad. Pero debemos vivirlo conjuntamente con todos los modos; no podemos dejar aparte nada. En este estado de felicidad y paz supremas se encuentran los modos más concretos, más elementales de la existencia. La Paz, la Realización está en contacto con los ambientes más des­graciados, más limitados de la existencia. Y mientras uno quiera buscar una “ananda”, una felicidad, una beatitud, dejando de mirar unos problemas, unas limitaciones, aunque estos se encuentren en el último rincón del mundo, uno simplemente está haciéndo­me trampa a sí mismo, está refugiándose en una reali­dad ficticia. Ese estado superior de Ser es, siempre, inclusivo.
Pero, claro, mientras nosotros estemos viviendo las cosas con este contraluz, con este contraste tan enorme entre lo que es desgraciado y lo que es dichoso, es lógico que tratemos de elegir lo que es dichoso y tratemos de re­chazar lo desgraciado.
En la medida en que en nuestro interior haya un foco realmente positivo, todo alrededor nuestro se irá convirtiendo en algo positivo. Inevitablemente. Aquí tenemos la consigna: debemos de vivir lo positivo, porque eso es lo que somos. Y eso positivo lo hemos de ir integrando, lo hemos de ir viviendo frente a todo lo aparentemente negativo. Y, gracias a esta presencia de lo positivo en nuestro interior frente a lo negativo que pueda existir, o aparecer, en lo exterior, se irán cambiando las cosas.
Gracias a la luz interior que podamos mantener clara, despierta, alta, frente a las tinie­blas exteriores, éstas se irán transformando en luz, y se irán iluminando las antorchas interiores de las demás personas.

Vivir sin autoridad.


El ser humano debe vivir sin autoridad, sin jerarquía, porque la jerarquía es la estructura que organiza y da cuerpo a la autoridad. Las jerarquías no sólo son dañinas sino también innecesarias, y que existen formas alternativas, más perfectas de organizar la vida social. El estado es la forma más alta de jerarquía. Pero no se debe permitir ninguna desigualdad de poder o de privilegios entre las personas. Si nadie posee el poder, nadie puede oprimir a nadie.

Es necesario establecer un sistema social en el que se lleven al máximo la libertad individual y la igualdad social. Libertad e igualdad a través de una vida espiritual y del apoyo mutuo. La libertad sin un fundamento espiritual es libertinaje, y acaba en esclavitud y brutalidad.


Tiene que llegar el fin de la propiedad privada de la tierra y de los medios de producción- el capital también está llamado a desaparecer en un futuro-, pues todos los medios de producción deben de ser propiedad común de la sociedad, y gestionados en común por los mismos productores de la riqueza.


La organización política ideal de la sociedad –de cualquier sociedad- es un estado de cosas donde las funciones de gobierno se reducen al mínimo. Por eso, una meta de todos los seres humanos es la reducción de las funciones de gobierno a la nada, es decir, una sociedad sin gobierno.


Como en todo, se debe ser consciente y crítico con la sociedad en la que uno vive y obrar adecuadamente. No se puede construir una sociedad mejor sin comprender lo que está mal en la presente. La persona espiritual es un apasionado amante de la libertad, pues esta es la única condición bajo la cual la inteligencia, la dignidad y la felicidad humana pueden desarrollarse y crecer. Es necesario vivir espiritualmente y rescatar el amor propio y la independencia de las personas de todo freno e invasión del Poder. Sólo en la libertad el ser humano puede aprender a pensar y a conducirse, a dar lo mejor de sí mismo y a realizarse. Sólo en libertad puede llevar a cabo la verdadera fuerza de los lazos sociales, que unen a las personas entre sí, y que son la verdadera base de la vida social.


Una comunidad libre y saludable producirá personas libres que, a su vez, darán forma a la comunidad y enriquecerán las relaciones sociales entre los seres que la componen. Entonces, la libertad, al ser promovida y producida por la misma comunidad, no existe porque hayan sido establecidas legalmente en un papel, sino únicamente porque las personas viven en libertad. Y cualquier atentado que quiera impedirla choca con la resistencia de toda la comunidad. Una persona adelanta en su sendero espiritual cuando vive espiritualmente y trabaja y defiende la virtud y la dignidad del ser humano.


La verdadera, plena y final liberación del ser humano sólo será posible cuando la comunidad que forme toda la humanidad posea el capital, es decir, las materias primas y las herramientas de trabajo, incluyendo la tierra.


Una persona espiritual debe oponerse a la propiedad privada de los medios de producción y a la esclavitud asalariada -que es uno de los sustentos del sistema que implanta el Poder-, como incompatibles con el principio de que el trabajo debe ser emprendido libremente y bajo el control de los mimos productores.


Libertad significa una sociedad no autoritaria en la que personas y grupos de ellas ejercen la autogestión, lo que quiere decir que se “gobiernan” a sí mismas. La libertad no puede existir sin sociedad ni organización. Para llegar al sentido pleno de la vida debemos vivir espiritualmente y cooperar, y para cooperar tenemos que llegar a acuerdos con nuestros semejantes. La organización, lejos de crear autoridad, es el único remedio para ésta, y el único medio por el que cada uno de nosotros toma parte activa y consciente en el trabajo comunitario -y deja de ser un instrumento pasivo en manos del Poder.


El modo de organización jerárquico-autoritario es un desarrollo relativamente reciente en el curso de la evolución social de la humanidad. Los seres humanos no estamos predestinados ni programados genéticamente para ejercer una conducta autoritaria, competitiva y agresiva. Al contrario, esta conducta está condicionada socialmente o aprendida y, como tal, puede ser desaprendida.


La sociedad que impone el Poder está muy bien pensada y organizada respecto a los beneficios que con ella obtiene. Pero es una máquina con engranajes nefastos para la humanidad. Y todos los seres humanos la padecemos. El Poder crea una sociedad insalubre del todo. Por ello, las personas espirituales rechazamos las formas autoritarias de organización y, en su lugar, apoyamos acciones basadas en los acuerdos libres y voluntarios. El acuerdo libre y voluntario que ejerce una persona espiritual es imprescindible, porque sólo cuando una persona es libre e independiente y coopera con las demás personas de por su propia voluntad, atendiendo a los intereses comunes y personales, puede la humanidad relacionarse positivamente y crear verdaderos beneficios.


En la esfera política esto quiere decir que la sociedad funciona en un sistema de democracia directa -o participatoria- y confederación. En ella se necesitan foros donde las personas puedan ejercer el derecho y el deber de dar lo mejor de sí mismos al resto de la humanidad, discutiendo y debatiendo entre iguales, y aprendiendo todos del papel creativo que en realidad tiene la disensión.


Libertad no significa que cada uno haga lo que le plazca, pues ciertas acciones traen invariablemente consigo la negación de la libertad de otras personas. No puede existir la libertad de violar, explotar u obligar a los demás. Tampoco se puede tolerar la autoridad, pues ésta es un atentado contra la libertad, la igualdad y la solidaridad. La autoridad es un atentado contra la dignidad humana. La libertad es indispensable para todos los seres humanos, con el único límite de la libertad de los demás.


La persona que vive espiritualmente choca invariablemente con la sociedad que implanta el Poder. Entonces, la persona, una vez más, debe ser consciente y obrar adecuadamente. En algunos casos, este obrar supondrá la resistencia o la rebeldía a la forma de autoridad jerárquica, que será. La desobediencia, en este caso, será la base de la rebeldía y de la libertad, pues ocurre en demasiadas ocasiones que quienes son siempre obedientes suelen ser, en realidad, esclavos.


La raza humana forma un gran “todo”, una gran comunidad donde cada persona complementa al resto y necesita de ellos. Esta variedad infinita en los seres humanos es una buena causa y una buena base para establecer la solidaridad. Igualdad es igualdad social, y en realidad significa la igualdad de desiguales. Con ello, las relaciones sociales jerárquicas son abolidas a favor de aquellas que fomentan la participación y están basadas en el principio de “una persona un voto”. Por lo tanto, la igualdad social en el trabajo, por ejemplo, quiere decir que cada uno tiene la misma voz en las decisiones acerca de cómo se desarrolla y se organiza el trabajo. Aquello que afecta a todos es decidido por todos.


La igualdad social y la libertad individual son inseparables. Sin la gestión comunitaria de las decisiones que afectan a un grupo –igualdad- para complementar la autogestión individual de las decisiones que afectan a la persona –libertad-, no puede existir una sociedad libre.


La solidaridad y el apoyo mutuo que nace entre personas que viven espiritualmente es una idea clave. Es el lazo de unión entre el individuo y la sociedad, el medio a través del cual las personas trabajan juntas para satisfacer sus intereses comunes dentro de un entorno que apoya y nutre la libertad y la igualdad. La solidaridad y el apoyo mutuo son un rasgo fundamental de la vida humana, una fuente de fuerza y de felicidad y un requisito principal para una plena existencia humana.


La solidaridad y la cooperación entre las personas, que nacen de la vida espiritual, son necesarias para la vida y están lejos de ser una negación de la libertad. Muchos resultados maravillosos ha logrado la fuerza singular de la individualidad humana cuando se fortalece con la cooperación de otras personas. La cooperación, en contraposición a las luchas intestinas y a la disensión, ha funcionado a favor de la supervivencia y la evolución de las especies. Sólo el apoyo mutuo y la cooperación voluntaria pueden crear las bases de una vida individual y comunitaria digna y libre.


La autoliberación no debe esperar el futuro. Lo personal es político, y según obremos aquí y ahora influirá sobre el futuro de la sociedad y de nuestras vidas. Debemos crear no sólo las ideas, sino también los hechos de un futuro utópico, siendo conscientes, viendo lo que no debe ser y obrando adecuadamente. Debemos saber que la palabra utopía no significa un mundo inalcanzable, sino un universo por crear. Podemos crearlo relacionándonos con todo lo que nos rodea de manera espiritual, creando comunidades y organizaciones verdaderamente espirituales, obrando como personas libres en una sociedad no libre. Sólo por medio de nuestras obras, aquí y ahora, podemos asentar los cimientos de una sociedad libre en la que nuestros hijos se desarrollen en plenitud.


La jerarquía es una organización piramidal compuesta de una serie de grados, rangos u oficios que van de menor a mayor poder, prestigio y remuneración. Incluye siempre la manipulación, la represión y la explotación. Por eso las personas que viven espiritualmente trabajan contra el Poder y la jerarquía en la que se establece su Estado. La persona que vive espiritualmente se opone a todas las instituciones jerárquicas, pues ellas encarnan el principio de autoridad.


La jerarquía tiene la función principal de ejercer el control a través de la coerción, de la amenaza de sanciones negativas de cualquier clase: física, económica, psicológica, social, etc. Este control, en el que están incluidas la represión de la protesta y de la rebelión, necesita de la centralización, de un conjunto de relaciones de poder en el que el control máximo es ejercido por unos pocos en la cumbre –en particular en la cabeza de la organización-, mientras que aquellos que se encuentran en los rangos medios tienen mucho menos control y los de abajo ninguno. Como la dominación, la coerción y la centralización son rasgos esenciales del autoritarismo, y como esos rasgos forman parte de las jerarquías, toda institución jerárquica es autoritaria. Quien no busque el desmantelar todas las formas de jerarquía no puede ser llamado espiritual.


El poder debe encontrarse totalmente descentralizado. Sólo por medio de una descentralización racional del poder, estructuralmente y territorialmente, puede fomentarse la libertad individual, la igualdad y la solidaridad. La delegación de poderes en manos de una minoría es una negación de la libertad y de la dignidad humana. Las personas deben ser libres para unirse según ellas crean conveniente, y sus asociaciones deben ser regidas por asambleas en las que intervengan todos sus miembros, con los asuntos puramente administrativos gestionados por comités elegidos para el caso. Estos comités comunales están formados por delegados temporales revocables que ejecutan sus labores bajo la vigilancia de la asamblea que los eligió. Si los delegados actúan en contra de su mandato, o tratan de extender su influencia o labor más allá de lo decidido por la asamblea –si empiezan a tomar decisiones políticas-, podrán ser instantáneamente revocados y sus decisiones abolidas.


Estas comunidades igualitarias, formadas por acuerdos libres, a su vez se asocian libremente en confederaciones. Las decisiones de estas confederaciones libres van desde abajo hacia arriba, fluyen desde las asambleas elementales hacia arriba. Las confederaciones son gestionadas de manera similar a como se gestionan las comunidades de personas. Regularmente hay conferencias locales y regionales. Estas van desde menor a mayor índice de representatividad, desde las que se representa a una sola comunidad hasta las que representan al conjunto de la humanidad. En ellas se tratan todos los asuntos importantes y los problemas que afectan a la confederación libre. Las decisiones fluyen desde abajo hacia arriba, desde las asambleas elementales hacia las que representan a más número de personas.


Las confederaciones son gestionadas de manera similar a las comunidades de base. Se forman comités de acción, si se necesitan, para coordinar y administrar las decisiones de las asambleas y sus congresos, bajo el estricto control que surge desde abajo, según hemos expuesto anteriormente.


Las asambleas comunales básicas pueden anular cualquier decisión alcanzada por las confederaciones y salirse de una confederación. Además, pueden convocar reuniones confederales para discutir nuevos asuntos y para informar a los comités de acción acerca de nuevos objetivos o intereses y para instruirlos sobre que hacer con respecto a nuevos requerimientos e ideas.


Organizados de esta manera, la jerarquía es abolida, ya que el ser humano, en la base de la organización, ejerce el control, no sus delegados. Sólo esta forma de organización -que necesita de la iniciativa todos y resulta en beneficio de todos-, puede reemplazar al gobierno jerárquico -que supone la iniciativa y el beneficio de unos pocos frente a la explotación de la mayoría. Esta forma natural de organización debe existir en todas las actividades que requieren trabajo de grupo y la coordinación de muchas personas. Es el medio para integrar a las personas dentro de estructuras que ellos mismos pueden comprender, controlar y modificar. En él, las iniciativas individuales son gestionadas por la propia persona.


La creación de una nueva sociedad basada en las organizaciones libertarias tendrá un incalculable efecto en la vida diaria. El impulsar la creatividad y el trabajo de todos los seres humanos transformará la sociedad en maneras que hoy día apenas podemos llegar con la imaginación.


La forma de organización estadista, centralizada y jerárquica produce indiferencia en vez de implicación y compromiso, dureza de corazón en lugar de solidaridad, uniformidad en vez de unidad, y élites privilegiadas en lugar de igualdad. Y lo más importante, estas organizaciones destruyen la iniciativa individual, aplastan la acción independiente, el pensamiento crítico y son nefastas para la humanidad.


Los efectos de la jerarquía pueden verse por todas partes. No funciona. La jerarquía y la autoridad existen por todas partes, en el trabajo, en el hogar y en la calle, y en todos estos lugares puede verse el dolor que causan.


Si una persona pasa la mayor parte de su vida recibiendo y aceptando órdenes, si se acostumbra a la jerarquía, se convertirá en un ser pasivo-agresivo, sadomasoquista, servil y estúpido, y llevará ese peso a todos los aspectos del resto de su vida. El fin de la jerarquía trae consigo una transformación integral de la vida cotidiana. Implica la creación de organizaciones centradas en el ser humano dentro de las cuales todos pueden ejercitar sus habilidades al máximo. Sólo la autodeterminación y el acuerdo libre en cada nivel de la sociedad y dela existencia puede desarrollar la responsabilidad, la iniciativa, la inteligencia, la implicación y la solidaridad de las personas y de la comunidad.


Sólo una organización de la sociedad en la que no exista la jerarquía permite acceder y utilizar el inmenso talento y la extraordinaria capacidad que existe en el interior de la humanidad. Únicamente una organización así enriquece a la comunidad a través del mismo proceso que enriquece y desarrolla a la persona en su individualidad. Solamente involucrando a todos los seres humanos en el proceso de idear, planear, coordinar e implementar las decisiones que los afectan podrá florecer la libertad y podrá desarrollarse y ser protegida la individualidad. Una organización así desata la creatividad y el talento del rebaño esclavizadas por el Poder y su jerarquía, por lo que ya deja de ser un rebaño para convertirse en una verdadera humanidad.


Es sistema libertario beneficia incluso a aquellos que dicen beneficiarse por el libre mercantilismo, el capitalismo y sus relaciones autoritarias. Todos, los que mandan y los que son mandados son estropeados por la autoridad; ambos, explotadores y explotados son degradados por la explotación. Esto es así porque en cualquier relación jerárquica el que domina, al igual que el que es dominado, paga un precio. El precio pagado por “la gloria de mandar” es verdaderamente pesado. Cada tirano se resiente de sus obligaciones, y está condenado a arrastrar el peso muerto del durmiente potencial creativo de sus subordinados por el camino de su tortura.


La libre asociación se organiza alrededor de una asamblea en la que se reúne todos sus miembros -en el caso de grandes centros de trabajo, de pueblos o ciudades, esta asamblea puede componerse de un sub-grupo funcional, tal como una oficina específica o un barrio. En esta asamblea, en cuerdo con otras, se define el contenido de sus obligaciones políticas. Actuando dentro de la asociación, la gente debe ejercer juicios críticos y elegir, es decir, gestionar sus actividades. Lo cual quiere decir que la obligación política no se le debe a una entidad aparte por encima del grupo o sociedad, tal como el Estado o la empresa, sino a los "con-ciudadanos" o compañeros. Aunque el pueblo en asamblea legisla colectivamente las reglas que gobiernan su asociación, y están sujetos a ellas como individuos, también son superiores a ellas en el sentido de que esas reglas siempre pueden ser modificadas o abrogadas.


Comunitariamente, las personas asociadas constituyen la autoridad política, pero como esta autoridad está basada en relaciones horizontales entre ellas mismas, más bien que en relaciones verticales entre ellos y la élite, la "autoridad" es no-jerárquica, sino "racional" o "natural".


Si algunos se encuentran en minoría en una votación particular, esas personas tienen que elegir entonces si consienten o se niegan a reconocer la decisión como obligatoria. Negarle a la minoría la oportunidad de ejercer su juicio y su elección es infringir en su autonomía e imponerle una obligación que no ha aceptado libremente. La imposición a la fuerza de la voluntad mayoritaria va en contra de la obligación auto-asumida, y por eso es contraria a la democracia directa y la libre asociación. Por lo tanto, lejos de ser una negación de la libertad, la democracia directa, dentro del contexto de la libre asociación y de la obligación auto-asumida, es la única manera de permitir la libertad. No hace falta decir que, una minoría, si permanece dentro de la asociación, puede apelar su caso y tratar de convencer a la mayoría de su error.


Los lazos entre las asociaciones siguen el mismo modelo que las asociaciones. En lugar de individuos unidos en una asociación, encontramos asociaciones unidas en confederaciones. Los enlaces entre asociaciones dentro de una confederación son de la misma naturaleza horizontal y voluntaria que en las asociaciones, con los mismos derechos de "voz y salida" de sus miembros.


La forma de organizar la sociedad -que realiza la libertad, la igualdad y la fraternidad- en la gestión de los asuntos humanos, ya existía antes de que naciera el capitalismo, aunque aumentó su influencia a medida que el capitalismo acaparaba más y más de la sociedad del planeta. Los pensadores cuyas ideas pueden ser clasificadas como libertarias se remontan a miles de años, y se pueden encontrar tanto en civilizaciones orientales como occidentales.


Es necesaria la abolición de todos los monopolios económicos y la propiedad común de la tierra y de los medios de producción, cuyo usufructo debe ser disponible para todos sin distinción. Es imprescindible una actitud espiritual frente al capitalismo y hacia todas las instituciones de poder político, ya que históricamente la explotación económica siempre ha ido de la mano de la opresión y de la dominación política y social del ser humano por el ser humano. La explotación y la opresión de unos sobre otros son inseparables, y la una condiciona la otra.


La naturaleza tampoco se libra de la explotación cuando el sistema que organiza a la sociedad explota a las personas. La verdadera ecología localiza las raíces de la crisis ecológica en las relaciones de dominio entre las personas. La dominación de la naturaleza es un producto más de la dominación que sucede de la sociedad. Por ello los auténticos ecologistas consideran esencial tratar adecuadamente a la jerarquía, y no a la civilización como tal.


El ser humano debe tomar una actitud espiritual con respecto al capitalismo, el estado y la propiedad privada. Esto incluye el poder político, la propiedad y la gestión de los asuntos que conciernen a la comunidad, las relaciones entre los hombres y las mujeres, padres e hijos. Debe encontrar e identificar las estructuras autoritarias, la jerarquía y la dominación en cada aspecto de la vida, y obrar adecuadamente. Esto significa, en muchos casos, desafiarlos y desarmarlos, de forma que aumente el campo de la libertad humana.

Aprovecha lo que tienes

Cuánto tienes a tu alcance para hacer algo no es ni por asomo tan importante como lo que decidas hacer con ello. Muchísima gente que se volv...