Uno de los dogmas de
la cultura occidental ha sido el concepto de inteligencia, entendida ésta como
el coeficiente intelectual, o sea, como aquello que miden los tests de
inteligencia. Lo único que medían los tests eran las capacidades (lingüísticas,
matemáticas...) propias del rendimiento académico. Existen muchos
inconvenientes por parte del C. I. a la hora de medir la inteligencia por lo
que a partir de los años cincuenta de nuestro siglo se produjo el descrédito de
los citados tests. Se vio que el propio Stanfor-Binet está influido por
factores culturales. Lo que miden estos tests no es sólo la inteligencia sino
también la cultura de los sujetos.
En contraposición a
este concepto de inteligencia sale hoy en día a la luz el concepto de
inteligencia emocional que comprende aptitudes como las habilidades sociales.
Según esto, el coeficiente de inteligencia no es el único que mide el éxito
profesional, social o sentimental sino otros factores como la motivación, el
optimismo, la empatía o el autocontrol.
La inteligencia
emocional está en la base de muchos procesos físicos. Podemos decir que existe
un vínculo fisiológico directo entre las emociones y el sistema inmunológico
que pone de manifiesto la relevancia clínica de las emociones. Los fisiólogos,
los médicos y hasta los biólogos consideraban que el cerebro y el sistema
inmunológico eran entidades independientes e incapaces de influirse mutuamente.
Determinados experimentos han cambiado nuestro criterio sobre las relaciones
existentes entre el sistema inmunológico y el sistema nervioso central. Con
esto se da origen a una nueva ciencia, la psiconeuroinmunología, la vanguardia
de la medicina hoy en día. El mismo nombre de esta ciencia da cuenta del
vínculo existente entre la mente (psico), el sistema neuroendocrino que subsume
el sistema nervioso y el sistema hormonal (neuro), y el término inmunología que
se refiere al sistema inmunológico.
Existen, sin duda,
emociones tóxicas, emociones negativas que debilitan la eficacia de distintos
tipos de células inmunológicas. Cada vez son más los médicos que reconocen la
incidencia de las emociones en el desarrollo de la enfermedad. Un ejemplo, el
pánico y la ansiedad aumentan la tensión arterial. Con ello las venas dilatadas
por la presión sanguínea sangran más profusamente y ésta es una de las
principales complicaciones a las que se enfrenta cualquier intervención
quirúrgica. Estos datos son anecdóticos, pero demuestran lo nocivas que pueden
resultar para la salud las emociones perturbadoras. Por el contrario, los sentimientos
positivos albergan beneficios clínicos (1). A pesar de conocerse este dato,
según Daniel Goleman en su libro "Inteligencia emocional", la inmensa
mayoría de los médicos siguen mostrándose reacios a aceptar la relevancia
clínica de las emociones. Si se presta atención a emociones concretas como la
ira y la ansiedad no cabe duda de su relevancia clínica, aunque los mecanismos
biológicos concretos mediante los cuales actúan todavía no hayan sido
desentrañados.
Para mostrar que las
emociones negativas son un factor de riesgo para el desarrollo de la enfermedad
podemos simplemente hablar del estrés. Las personas que siempre tienen prisa,
por ejemplo, padecen una elevación de la tensión sanguínea que constituye un grave
factor de riesgo para las enfermedades cardíacas. O podemos hablar de las
enfermedades infecciosas como la gripe, el resfriado y el herpes. Nuestro
sistema inmunológico suele mantenerlos a raya, excepto en aquellos momentos en
los que el estrés emocional disminuye nuestras defensas. La vulnerabilidad a
estos virus de las personas preocupadas y alteradas es mucho mayor. La
importancia médica del estrés es tal que las técnicas de relajación orientadas
a reducir la excitación fisiológica negativa se están utilizando clínicamente,
según Goleman, para aliviar los síntomas de numerosas enfermedades crónicas
entre las que se incluyen, entre otras, las enfermedades cardiovasculares,
ciertos tipos de diabetes, la artritis, el asma, los desórdenes gastrointestinales
y el dolor crónico.
Si las diversas formas
de angustia emocional crónica pueden llegar a ser nocivas, la gama opuesta de
emociones puede ser tonificante. No se dice con ello que las emociones
positivas sean curativas e inviertan el curso de una dolencia, pero sí pueden
desempeñar un importante papel en el conjunto de variables que afectan al curso
de una enfermedad (2). Podemos concluir diciendo que el pesimismo tiene su
precio mientras que el optimismo supone considerables ventajas. Asimismo, la
esperanza constituye un factor curativo que nos permite superar los retos que
nos presenta la vida.
(1) La euforia es un
estado de excitación psíquica positiva que protege a la persona de los
trastornos psicosomáticos.
(2) La alegría es un
sentimiento de placer que contrarresta estados emocionales perjudiciales y
evita en muchos casos que el ser humano canalice síntomas negativos.
EL CEREBRO EMOCIONAL
El cerebro humano está formado por varias zonas diferentes que evolucionaron en distintas épocas.
Cuando en el cerebro de nuestros antepasados crecía una nueva zona,
generalmente la naturaleza no desechaba las antiguas; en vez de ello, las
retenía, formándose la sección
más reciente encima de ellas.
Esas primitivas partes del cerebro humano siguen operando en concordancia
con un estereotipado e instintivo conjunto de
programas que proceden tanto de los mamíferos que
habitaban en el suelo del bosque como, más atrás aún en el tiempo, de los
toscos reptiles que dieron origen a los mamíferos.
La parte más primitiva de nuestro cerebro, el llamado ‘cerebro reptil’, se encarga de los instintos básicos de
la supervivencia -el deseo sexual, la búsqueda de comida
y las respuestas agresivas tipo ‘pelea-o-huye’.
En los reptiles, las respuestas al objeto sexual, a la comida o al predador
peligroso eran automáticas y programadas; la corteza cerebral,
con sus circuitos para sopesar opciones y seleccionar una línea de acción,
obviamente no existe en estos animales.
Sin embargo, muchos experimentos han demostrado que gran parte del comportamiento humano se origina en zonas
profundamente enterradas del cerebro, las mismas que en un tiempo dirigieron
los actos vitales de nuestros antepasados (1).
‘Aun tenemos en nuestras cabezas estructuras
cerebrales muy parecidas a las del caballo y el cocodrilo’, dice el
neurofisiólogo Paul MacLean, del Instituto Nacional de Salud Mental de los EE.UU.
Nuestro cerebro primitivo de reptil, que se remonta a más de veinte millones de años de evolución, nos guste o no nos
guste reconocerlo, aún dirige parte de nuestros mecanismos para cortejar, casarse, buscar hogar y seleccionar dirigentes. Es responsable de
muchos de nuestros ritos y costumbres (y es mejor que no derramemos lágrimas de
cocodrilo por esto).
EL SISTEMA LÍMBICO O CEREBRO EMOCIONAL
El sistema límbico, también llamado
cerebro medio, es la porción del cerebro situada inmediatamente debajo
de la corteza cerebral, y que comprende centros importantes como el tálamo,
hipotálamo, el hipocampo, la amígdala cerebral (no debemos confundirlas con las
de la garganta).
Estos centros ya funcionan en los mamíferos, siendo el asiento de movimientos emocionales como el temor o la agresión.
En el ser humano, estos son los centros de la
afectividad, es aquí donde se procesan las distintas emociones y el hombre experimenta
penas, angustias y alegrías intensas.
El papel de la amígdala como centro de procesamiento de las emociones es hoy incuestionable. Pacientes con la amígdala lesionada ya no son capaces de reconocer la expresión de un rostro o si una persona
está contenta o triste. Los monos a las que fue extirpada la amígdala
manifestaron un comportamiento social en extremo alterado: perdieron la
sensibilidad para las complejas reglas de comportamiento social en su manada.
El comportamiento maternal y las reacciones afectivas frente a los otros
animales se vieron claramente perjudicadas.
Los investigadores J. F. Fulton y D. F. Jacobson, de la Universidad de Yale, aportaron además pruebas de que la capacidad de aprendizaje y la memoria requieren de una
amígdala intacta: pusieron a unos chimpancés delante de dos cuencos de comida.
En uno de ellos había un apetitoso bocado, el otro estaba vacío. Luego taparon
los cuencos. Al cabo de unos segundos se permitió a los animales tomar uno de
los recipientes cerrados. Los animales sanos tomaron sin dudarlo el cuenco que
contenía el apetitoso bocado, mientras que los chimpancés con la amígdala
lesionada eligieron al azar; el bocado apetitoso no había despertado en ellos
ninguna excitación de la amígdala y por eso tampoco lo recordaban.
El sistema límbico está en constante interacción con la corteza
cerebral. Una transmisión de señales de alta velocidad permite que el sistema
límbico y el neocórtex trabajen juntos, y esto es lo que explica
que podamos tener control sobre nuestras emociones.
Hace algunos miles de años aparecieron los primeros mamíferos superiores.
La evolución del cerebro dio un salto cuántico. Por encima del bulbo raquídeo y
del sistema límbico la naturaleza puso elneocórtex, el cerebro racional (2).
A los instintos, impulsos y emociones se añadió de esta forma la capacidad de pensar de forma abstracta y más allá de la inmediatez del
momento presente, de comprender las relaciones globales existentes, y de desarrollar un yo
consciente y una compleja vida emocional.
Hoy en día la corteza cerebral, la nueva y más importante zona del cerebro
humano, recubre y engloba las
más viejas y primitivas. Esas regiones no han sido eliminadas, sino que
permanecen debajo, sin ostentar ya el control indisputado del cuerpo, pero aún
activas (3).
La corteza cerebral no solamente ésta es el área más accesible del cerebro:
sino que es también la más distintivamente humana. La mayor parte de
nuestro pensar o planificar, y del lenguaje, imaginación, creatividad y
capacidad de abstracción, proviene de esta región cerebral.
Así, pues, el neocórtex nos capacita no sólo para solucionar ecuaciones de
álgebra, para aprender una lengua extranjera, para estudiar la Teoría de la
Relatividad o desarrollar la bomba atómica. Proporciona también a nuestra vida
emocional una nueva dimensión.
Amor y venganza, altruismo e intrigas, arte y moral, sensibilidad y
entusiasmo van mucho más allá de los rudos modelos
de percepción y de comportamiento espontáneo del sistema límbico.
Por otro lado -esto se puso de manifiesto en experimentos con pacientes que
tienen el cerebro dañado-, esas sensaciones quedarían anuladas sin
la participación del cerebro emocional. Por sí mismo, el
neocórtex sólo sería un buen ordenador de alto rendimiento.
Los lóbulos prefrontales y frontales juegan un especial papel en la asimilación neocortical de las emociones.
Como ‘manager’ de nuestras emociones, asumen dos importantes tareas:
· En primer lugar, moderan nuestras
reacciones emocionales, frenando las señales del cerebro límbico.
· En segundo lugar, desarrollan planes de actuación concretos para situaciones emocionales. Mientras que la
amígdala del sistema límbico proporciona los primeros auxilios en situaciones
emocionales extremas, el lóbulo prefrontal se ocupa de la
delicada coordinación de nuestras emociones.
(1) Los primeros seres
humanos copiaron esa conducta debido a su mente reactiva impulsiva.
(2) Ese fue el
comienzo de la mente analítica.
(3) Mientras el ego
(fruto de la mente reactiva impulsiva) domine al ser humano, las reacciones
negativas van a estar un par de pasos adelante de las conductas racionales.
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