Incompletas serían nuestras observaciones si no hablásemos, aunque sea someramente, de los temperamentos y de las pasiones. Los temperamentos difícilmente pueden templarse, y en cuantos a las pasiones, mucho se ha hablado de ellas, puesto que siempre nos están dominando. A lo sumo no existen más de dos temperamentos, pero con modificaciones infinitas: el temperamento activo y el temperamento pasivo.
Hipócrates, el venerable autor del libro Del régimen, y asimismo Lavater, Zimmermann y otros, admiten igualmente dicha clasificación.
Así como el carácter representa la suma de las fuerzas de la voluntad en el individuo, así también el temperamento es la resultante de las inclinaciones naturales. La inclinación sirve de materia a la voluntad.
Si la voluntad domina la inclinación, ésta se transforma en carácter.
Si la inclinación domina la voluntad, la inclinación pasa a ser pasión.
El temperamento es, pues, la fuente de las pasiones, y como son dos las especies generales de temperamento, también pueden clasificarse en dos grupos todas las pasiones, comprendiendo bajo este mismo nombre las diversas emociones y afectos morales.
Los temperamentos sanguíneo y bilioso designan lo que llamamos temperamento activo; el linfático y el flemático constituyen el temperamento pasivo.
No es cierto, como muy a menudo se dice, que los temperamentos inertes, perezosos y pasivos se dejan fácilmente amoldar por la filosofía práctica. La inercia es la fuerza mayor que se encuentra en la Naturaleza, y se vence más difícilmente que la vivacidad.
La higiene mental tiene por base el sometimiento de las fuerzas físicas y morales a la voluntad, pero esa sujeción consiste en saber dirigir esas fuerzas, más no en detener su movimiento. Lo más importante consiste en determinar la exacta medida del desarrollo señalado al individuo, medida que debe aplicarse sin excederse de sus límites; de lo contrario, sería en perjuicio de la salud. Todo hombre, según su temperamento, necesita excitarse o calmarse. La indiferencia sería la muerte.
Combatimos fuertemente la preocupación de aquellos seudomoralistas que quieren ahogar toda pasión en su misma cuna. Esa cuna es la inclinación; sin inclinación no hay interés, y sin interés no hay vida. Los antiguos, por una bella ficción, hicieron nacer las Musas del recuerdo, y el recuerdo es el hijo del Amor. Antes que la sabiduría pueda trazar un sendero a la inclinación, ésta es necesario que exista.
El amor y el odio: he aquí los elementos más profundos de la vida. No se trata ahora de poner en claro si el odio es un amor oculto. Para nuestro propósito nos basta comprender que ambas manifestaciones de personalidad son necesarias para nuestra existencia. En general, las pasiones son fuerzas. El valor no se adquiere con demostraciones filosóficas: para excitarlo basta a veces un simple movimiento de indignación. Jamás deben desdeñarse las fuerzas naturales, y mucho menos destruirlas; al contrario, es preciso estudiarlas, exaltarlas y reglarlas. ¿No habla Lessing, el filósofo sosegado, de la pasión que se tiene por la verdad? ¿No es la pasión un entusiasmo? Y ¿No es asimismo el entusiasmo la llama que alimenta la vida del hombre?
Se me puede objetar, sin duda, que toda pasión gasta y consume lentamente al hombre; que ciertos insectos se conservan durante muchos años debajo la capa de la segunda metamorfosis; que la marmota vive meses y meses sumida en un dulce sueño, y que el sapo vive dichoso encerrado en el corazón de una piedra, a veces durante muchos años. Pero yo contestaré que esto no es vivir, y que el hombre no es un sapo.
Además, aun cuando las pasiones no fuesen tan útiles como pretendemos, siempre servirían para combatirse unas a otras. La reflexión, por sí sola, no basta para anonadar una afección muy arraigada, todo lo más conseguirá calmarla. En cambio, una inclinación violenta puede ser el contrapeso de otra; así el orgullo y el amor, la amistad y la indignación, la risa y la cólera, se neutralizan recíprocamente. La naturaleza misma, que nos instruye con sus sabias lecciones, dirige al hombre por medio de sus inclinaciones. Una alegría brusca, excita y agota; una alegría habitual, mantiene el bienestar; la primera obra como un remedio estimulante, y la segunda como un remedio tónico.
Idénticas observaciones pueden hacerse respecto de la cólera y de la indignación. La llama voraz de la cólera obra de una manera perjudicial sobre el organismo; la chispa de la indignación produce a veces efectos saludables. La cólera es un arrebato grosero que nos rebaja al nivel de la causa que lo ha provocado; cuando nos irritamos, nuestro adversario ha conseguido su objeto: hemos caído en su poder. La indignación es un movimiento moral, una pasión noble, que nos pone muy por encima de los objetos bajos y groseros, haciendo que nos apartemos con asco de su miserable presencia. La indignación es una cólera sosegada y muda.
Platón llamaba "fiebres morales" a las pasiones. En efecto, las pasiones obran sobre el alma como las fiebres propiamente dichas obran sobre el cuerpo físico, constituyéndose en crisis que curan los males más inveterados y purifican todo el organismo.
La utilidad que se atribuye a las afecciones reconocidas por malas, con mayor razón se ha de atribuir también a las buenas y legítimas.
Permítasenos añadir solamente que, entre todos los afectos del corazón, la esperanza es la que más anima y, por lo mismo, la más importante para el cultivo de la higiene mental.
La esperanza es una especie de presentimiento celeste, una parte delicadísima de nuestro "yo" un "yo" encantador que no se deja nunca anonadar.
No queremos, sin embargo, se nos tenga por apologistas de las pasiones; añadiremos, pues, que los efectos favorables que les hemos atribuido, únicamente se producen en cuanto no traspasan ciertos grados, esto es, mientras son activas; éstas, al salirse de los límites de la moderación, se tornan pasivas. Y solamente es activo lo que está sujeto a la razón humana, pues fuera de ese discernimiento, el hombre no puede ejercer libremente su actividad. Todo lo que se encuentra sometido al dominio exclusivo de los sentidos, es esencialmente pasivo, porque en este caso el hombre sucumbe bajo la presión brutal de la Naturaleza. A nosotros toca el contener las pasiones dentro de sus justos límites con el uso necesario y vital de la sabiduría práctica.
Una emoción es vivificadora mientras se mantiene dentro de los límites de la admiración; en cuanto se cambia en piedad, nos rebaja y debilita.
Una cólera violenta no es activa, cual creen algunos. El hombre encolerizado sufre en la porción mejor de su ser. En su grado más alto, la cólera se hace pasiva, hasta en sus manifestaciones. Por paradójica que parezca semejante opinión, sostenemos que las pasiones violentas son un signo de debilidad. Atraen comúnmente la desgracia, la cual abate en el hombre su verdadera fuerza, que es el espíritu. El niño llora y patalea, mientras que el hombre grave reflexiona con calma y obra conforme los dictados de su razón.
Las pasiones suaves dilatan y embellecen el horizonte de la existencia; excitan sin fatigar, calientan sin consumir, y transforman gradualmente la llama que arde en cada corazón en una luz quieta y fecundante. Asimismo las pasiones suaves son indicio de la verdadera fuerza, la que jamás abdica su imperio.
Los medios de combatir los temperamentos y las pasiones son tres: el hábito, la razón y las pasiones mismas. Habituarse a lo que es justo, constituye la quinta esencia de la moral más elevada, y es al propio tiempo un ejercicio soberano para la higiene mental.
La razón no obra en el instante mismo en que estalla la pasión, pero su influencia es grande en el hombre adoctrinado por sus lecciones, pues fija la dirección y desarrollo que han de tomar los efectos del ánimo. A verdadera calma no se encuentra en la inmovilidad absoluta, sino en el equilibrio de los movimientos.
Ya hemos explicado antes cómo las pasiones se amortiguan las unas por medio de las otras; y ahora añadimos que también se excitan mutuamente. Haced vibrar en el individuo la cuerda de la pasión que mejor corresponda a su disposición actual, y veréis como poco a poco las cuerdas de las demás pasiones vibrarán al unísono, y el instrumento entero se pondrá en el diapasón conveniente. Entonces se producirá la armonía, que es la vida misma, porque la vida no es el silencio.
Hipócrates, el venerable autor del libro Del régimen, y asimismo Lavater, Zimmermann y otros, admiten igualmente dicha clasificación.
Así como el carácter representa la suma de las fuerzas de la voluntad en el individuo, así también el temperamento es la resultante de las inclinaciones naturales. La inclinación sirve de materia a la voluntad.
Si la voluntad domina la inclinación, ésta se transforma en carácter.
Si la inclinación domina la voluntad, la inclinación pasa a ser pasión.
El temperamento es, pues, la fuente de las pasiones, y como son dos las especies generales de temperamento, también pueden clasificarse en dos grupos todas las pasiones, comprendiendo bajo este mismo nombre las diversas emociones y afectos morales.
Los temperamentos sanguíneo y bilioso designan lo que llamamos temperamento activo; el linfático y el flemático constituyen el temperamento pasivo.
No es cierto, como muy a menudo se dice, que los temperamentos inertes, perezosos y pasivos se dejan fácilmente amoldar por la filosofía práctica. La inercia es la fuerza mayor que se encuentra en la Naturaleza, y se vence más difícilmente que la vivacidad.
La higiene mental tiene por base el sometimiento de las fuerzas físicas y morales a la voluntad, pero esa sujeción consiste en saber dirigir esas fuerzas, más no en detener su movimiento. Lo más importante consiste en determinar la exacta medida del desarrollo señalado al individuo, medida que debe aplicarse sin excederse de sus límites; de lo contrario, sería en perjuicio de la salud. Todo hombre, según su temperamento, necesita excitarse o calmarse. La indiferencia sería la muerte.
Combatimos fuertemente la preocupación de aquellos seudomoralistas que quieren ahogar toda pasión en su misma cuna. Esa cuna es la inclinación; sin inclinación no hay interés, y sin interés no hay vida. Los antiguos, por una bella ficción, hicieron nacer las Musas del recuerdo, y el recuerdo es el hijo del Amor. Antes que la sabiduría pueda trazar un sendero a la inclinación, ésta es necesario que exista.
El amor y el odio: he aquí los elementos más profundos de la vida. No se trata ahora de poner en claro si el odio es un amor oculto. Para nuestro propósito nos basta comprender que ambas manifestaciones de personalidad son necesarias para nuestra existencia. En general, las pasiones son fuerzas. El valor no se adquiere con demostraciones filosóficas: para excitarlo basta a veces un simple movimiento de indignación. Jamás deben desdeñarse las fuerzas naturales, y mucho menos destruirlas; al contrario, es preciso estudiarlas, exaltarlas y reglarlas. ¿No habla Lessing, el filósofo sosegado, de la pasión que se tiene por la verdad? ¿No es la pasión un entusiasmo? Y ¿No es asimismo el entusiasmo la llama que alimenta la vida del hombre?
Se me puede objetar, sin duda, que toda pasión gasta y consume lentamente al hombre; que ciertos insectos se conservan durante muchos años debajo la capa de la segunda metamorfosis; que la marmota vive meses y meses sumida en un dulce sueño, y que el sapo vive dichoso encerrado en el corazón de una piedra, a veces durante muchos años. Pero yo contestaré que esto no es vivir, y que el hombre no es un sapo.
Además, aun cuando las pasiones no fuesen tan útiles como pretendemos, siempre servirían para combatirse unas a otras. La reflexión, por sí sola, no basta para anonadar una afección muy arraigada, todo lo más conseguirá calmarla. En cambio, una inclinación violenta puede ser el contrapeso de otra; así el orgullo y el amor, la amistad y la indignación, la risa y la cólera, se neutralizan recíprocamente. La naturaleza misma, que nos instruye con sus sabias lecciones, dirige al hombre por medio de sus inclinaciones. Una alegría brusca, excita y agota; una alegría habitual, mantiene el bienestar; la primera obra como un remedio estimulante, y la segunda como un remedio tónico.
Idénticas observaciones pueden hacerse respecto de la cólera y de la indignación. La llama voraz de la cólera obra de una manera perjudicial sobre el organismo; la chispa de la indignación produce a veces efectos saludables. La cólera es un arrebato grosero que nos rebaja al nivel de la causa que lo ha provocado; cuando nos irritamos, nuestro adversario ha conseguido su objeto: hemos caído en su poder. La indignación es un movimiento moral, una pasión noble, que nos pone muy por encima de los objetos bajos y groseros, haciendo que nos apartemos con asco de su miserable presencia. La indignación es una cólera sosegada y muda.
Platón llamaba "fiebres morales" a las pasiones. En efecto, las pasiones obran sobre el alma como las fiebres propiamente dichas obran sobre el cuerpo físico, constituyéndose en crisis que curan los males más inveterados y purifican todo el organismo.
La utilidad que se atribuye a las afecciones reconocidas por malas, con mayor razón se ha de atribuir también a las buenas y legítimas.
Permítasenos añadir solamente que, entre todos los afectos del corazón, la esperanza es la que más anima y, por lo mismo, la más importante para el cultivo de la higiene mental.
La esperanza es una especie de presentimiento celeste, una parte delicadísima de nuestro "yo" un "yo" encantador que no se deja nunca anonadar.
No queremos, sin embargo, se nos tenga por apologistas de las pasiones; añadiremos, pues, que los efectos favorables que les hemos atribuido, únicamente se producen en cuanto no traspasan ciertos grados, esto es, mientras son activas; éstas, al salirse de los límites de la moderación, se tornan pasivas. Y solamente es activo lo que está sujeto a la razón humana, pues fuera de ese discernimiento, el hombre no puede ejercer libremente su actividad. Todo lo que se encuentra sometido al dominio exclusivo de los sentidos, es esencialmente pasivo, porque en este caso el hombre sucumbe bajo la presión brutal de la Naturaleza. A nosotros toca el contener las pasiones dentro de sus justos límites con el uso necesario y vital de la sabiduría práctica.
Una emoción es vivificadora mientras se mantiene dentro de los límites de la admiración; en cuanto se cambia en piedad, nos rebaja y debilita.
Una cólera violenta no es activa, cual creen algunos. El hombre encolerizado sufre en la porción mejor de su ser. En su grado más alto, la cólera se hace pasiva, hasta en sus manifestaciones. Por paradójica que parezca semejante opinión, sostenemos que las pasiones violentas son un signo de debilidad. Atraen comúnmente la desgracia, la cual abate en el hombre su verdadera fuerza, que es el espíritu. El niño llora y patalea, mientras que el hombre grave reflexiona con calma y obra conforme los dictados de su razón.
Las pasiones suaves dilatan y embellecen el horizonte de la existencia; excitan sin fatigar, calientan sin consumir, y transforman gradualmente la llama que arde en cada corazón en una luz quieta y fecundante. Asimismo las pasiones suaves son indicio de la verdadera fuerza, la que jamás abdica su imperio.
Los medios de combatir los temperamentos y las pasiones son tres: el hábito, la razón y las pasiones mismas. Habituarse a lo que es justo, constituye la quinta esencia de la moral más elevada, y es al propio tiempo un ejercicio soberano para la higiene mental.
La razón no obra en el instante mismo en que estalla la pasión, pero su influencia es grande en el hombre adoctrinado por sus lecciones, pues fija la dirección y desarrollo que han de tomar los efectos del ánimo. A verdadera calma no se encuentra en la inmovilidad absoluta, sino en el equilibrio de los movimientos.
Ya hemos explicado antes cómo las pasiones se amortiguan las unas por medio de las otras; y ahora añadimos que también se excitan mutuamente. Haced vibrar en el individuo la cuerda de la pasión que mejor corresponda a su disposición actual, y veréis como poco a poco las cuerdas de las demás pasiones vibrarán al unísono, y el instrumento entero se pondrá en el diapasón conveniente. Entonces se producirá la armonía, que es la vida misma, porque la vida no es el silencio.
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