Contemplar la vida, gélidamente, con los ojos del alma. Ver la esencia de las cosas desvestida de toda apariencia es, en efecto, una actitud vedántica. Pero no resulta tan aburrida como engañosamente pudiera parecer. Al contrario, asomarse al mundo desde ángulo tan singular propicia ese elixir secreto y maravilloso que llamamos sentido del humor, y sin el cual nadie puede disfrutar realmente de la vida.
Para el yogui, esta es como un sueño mágico en el que todo parece real, o, mejor, como una inconmensurable representación teatral, sin ensayos ni argumento, en la que cada personaje sigue una trama distinta que modifica constantemente con la improvisación, ajeno por completo a su condición de mero actor. El universo infinito presta su decorado de estrellas y esferas. El escenario es un pequeño planeta azul sobre el que se mueven seis mil millones de actores (en número crece gradualmente), cada uno convencido de ser el protagonista de la creación y empeñado en convencer de ello también a los otros.
El hombre común vive su papel a conciencia, encendido unas veces por el fuego de la pasión, aplanado otras por la melancolía y distraído las mas en cosillas de poco más o menos. A veces riendo, a veces llorando. Impulsado, de pronto, por la brisa del entusiasmo o varado en la calma chicha del desencanto. Todo le afecta. Todo es real porque lo vive como tal. Para este hombre el sentido del humor es forzosamente limitado. Sólo es capaz de aplicarlo a otros. No sabe reírse de sí mismo.
Hay un humor nacido en la ignorancia que consiste en reírse de otros y está cargado con las emociones, impurezas, frustraciones, resentimientos, complejos o estulticia de quien se ríe. Es un humor que puede ser ingenuo, malicioso, corrosivo, sarcástico, superior... pero nunca puro.
Existe otro, sin embargo, el humor por antonomasia, que nace en la sabiduría, el distanciamiento y el desapego y consiste en situarse uno enfrente de sí mismo para verse como algo ajeno. Es tener presente nuestra condición de actores y no identificarse con el personaje que se representa.
Es este un humor vedántico, serio, inteligente, compasivo, filosófico y didáctico. No se expresa en risotadas, ni siquiera en sonrisas de melón, pero produce un regocijo íntimo y se nota en la mirada.
La actitud vedántica de entender que las cosas no son como parecen, que todo es un fuego de artificio, un juego fantástico creado por la mente y condenado a desvanecerse como un sueño cuando esta se apague, permite al yogui hacer el drama comedia y así no abrasarse con el ardor de la pasión, ni abatirse cuando menguan las luces de la esperanza y el mundo se cubre de sombras asustadoras. Ser espectador, saber mirar, no identificarse con los avatares de la comedia, eso es lo que propicia en ángulo adecuado para ver las cosas con humor.
En las personas hay un devenir y un ser. Quién se identifica con lo primero es un actor, quién lo hace con lo segundo es un espectador. Si se tiene en cuenta que el humor no es una manera de actuar, sino un modo de percibir, resulta fácil concluir que el sentido del humor es privilegio de quién sabe situarse enfrente de las cosas y no dentro de ellas. ¿Cómo captar, si no, los guiños cómplices de la Deidad?
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