El ego adopta muy
diferentes disfraces. Si lo buscas dentro de tí, lo hallarás por todas partes.
Sin embargo, cuida de no utilizar esos descubrimientos para desalentarte.
El ego te afecta en tu propia casa. Una
mirada autocrítica a tu vida familiar revelará muchas áreas en que el ego la ha
empobrecido y te ha llevado por un camino equivocado. Pongamos ejemplos:
Marido que interrumpe a su esposa —o
viceversa— y no escucha lo que le dice, como si sus propias opiniones fueran
las únicas que merecen ser tenidas en cuenta.
Madre que no quiere corregir a su hijo
por temor a perder el afecto del niño.
Marido que llega tarde a cenar y no
avisa porque es él quien manda.
Hijo consentido que casi nunca ayuda en
nada y se queja constantemente de todo.
Más ejemplos en la vida diaria fuera del
hogar:
Estás dando vueltas en busca de
aparcamiento en el centro de la ciudad, cuando alguien te corta el paso y ocupa
el espacio libre que tenías delante. Te pones furioso, le increpas, te embarga
una ira desproporcionada.
Llegas a la oficina y entregas a tu
secretaria el trabajo bruscamente y le das órdenes de forma desconsiderada y
altiva, sin dar las gracias ni mostrarte amable.
Eres médico o abogado, y un cliente
acude a tí con un problema, y resulta ser un poco premioso, y te impacientas
con él y le apabullas con la jerga médica o jurídica.
Estás en la cola, a la espera de hacer
una compra, y a una anciana que tienes delante le resulta difícil contar el
dinero; te mueves con impaciencia y suspiras sonoramente con
exasperación.
En la medida en que tú erradiques el ego
de tu vida, integrándolo a tu espíritu, desaparecerá de la familia y tendrá
menos arraigo en tu entorno personal. Piensa que en una gran parte de esos
ejemplos los hijos son espectadores, y es entonces cuando van formando sus
criterios de conducta.
No te estoy hablando simplemente de
cuidar los modales. Piensa en cuál es tu forma de pensar acerca de tí y de los
demás:
Cada vez que actúas con superioridad o
humillante condescendencia para con los demás, has caído en uno de los roles
del ego.
Cuando increpas a un conductor un poco
torpe, criticas a tu cónyuge o tratas a un camarero como si fuera un esclavo,
agredes la dignidad de alguien que la merece toda.
Cuando parece que disfrutas diciendo que
no, porque así te das aires de mucho mando, o cuando produces actitudes
serviles ante tí, degradas a esas personas y te degradas a tí mismo.
Cuando —quizá incluso siendo pacifista—
te olvidas de la paz en tu vida cotidiana, y resulta que eres peleón y
encizañador en tu trabajo, intolerante con tu marido o tu mujer, excesivamente
duro con tus hijos, despectivo con tu suegra, o áspero con tu portero y tus
vecinos, entonces demuestras que ninguna de tus teorías para la paz del mundo
tiene sitio en tu propia casa.
Son agresiones que demuestran
egocentrismo, y los hijos lo ven, y lo asumen casi sin darse cuenta. Uno a uno,
cada uno de estos episodios no significan gran cosa. Pero cuando el orgullo se
hace fuerte en esos detalles que empiezan a acumularse, puede convertirte en un
gran deseducador en la familia.
El mal genio
Sería muy interesante que pasáramos por
el tamiz de nuestra propia ironía las razones que nos llevan a discutir. Con
frecuencia nos parecerían ridículas. Descubriríamos que la amargura que deja
toda polémica desabrida es un sabor que no vale la pena probar. Y
descubriríamos que habitualmente resultará más grato y más enriquecedor buscar
las cosas que unen, en vez de las que separan.
Y que cuando haya que contrastar ideas
lo hagamos con elegancia, sin olvidar aquello que decía Séneca de que la
verdad se pierde en las discusiones prolongadas.
Algunas personas parece como si se
rodearan de alambre de espino, como si se convirtieran en un cactus, que se
encierra en sí mismo y pincha.
Y luego, sorprendentemente, se lamentan
de no tener compañía, o de que les falta el afecto de sus hijos, o de sus
padres, o de sus conocidos.
La verdad es que todos, cuando pasa el
tiempo, casi siempre acabamos por lamentar no haber tratado mejor a las
personas con las que hemos convivido: Dickens decía que en cuanto se
deja atrás un lugar, empieza uno a perdonarlo.
Cuando nos enfadamos
se nos ocurren muchos argumentos, pero muchos de ellos nos parecerían ridículos
si los pudiéramos contemplar unos días o unas horas más tarde, grabados en una
cinta de vídeo.
Algunos piensan que más vale dar unas
voces y desahogarse de vez en cuando, que ir cargándose de resentimiento
reprimido. Quizá no se dan cuenta de que la cólera es muy peligrosa, porque en
un momento de enfado podemos producir heridas que tardan luego mucho en
cicatrizar.
Hay personas que viven heridas por un
comentario sarcástico o burlón, o por una simpleza estúpida que a uno se le
escapó en un momento de enfado, casi sin darse cuenta de lo que hacía, y que
quizá mil veces se ha lamentado de haber dicho.
Los enfados suelen ser contraproducentes
y pueden acabar en espectáculos lamentables, porque cuando un hombre está
irritado casi siempre sus razones le abandonan. Y de cómo sus efectos suelen
ser más graves que sus causas nos da la historia un claro testimonio.
¿Entonces, no hay que enfadarse nunca?
Fuller decía que hay dos tipos de cosas por las que un hombre nunca
se debe enfadar: por las que tienen remedio y por las que no lo tienen. Con
las que se pueden remediar, es mejor dedicarse a buscar ese remedio sin
enfadarse; y con las que no, más vale no discutir si son inevitables.
A veces, el ponerse serio puede ser
incluso formativo, por ejemplo para remarcar a los hijos que algo que han hecho
está mal, pero hay que estar equilibrado para no pasar de la seriedad al
enfado.
Es verdad que debido al ego, el ánimo
tiene sus tiempos atmosféricos. Que un día te inunda el buen humor como la luz
del sol, y otro, sin saber tú mismo bien por qué, te agobia una niebla pesada y
basta un chubasco, el más leve contratiempo, un malestar pasajero, para ponerte
de mal humor. Pero debemos hacer todo lo posible para adueñarnos de nuestro
humor y no dejarnos llevar a su merced.
El control de la
ira
Cuando alguien recibe un agravio, o algo
que le parece un agravio, si es persona poco capaz de controlarse, es fácil que
eso le parezca cada más ofensivo, porque su memoria y su imaginación avivan
dentro de él un gran fuego gracias a que da vueltas y más vueltas a lo que ha
sucedido.
La pasión de la ira tiene una enorme
fuerza destructora. La ira es causa de muchas tragedias irreparables. Son
muchas las personas que por un instante de cólera han arruinado un proyecto,
una amistad, una familia. Por eso conviene que antes de que el incendio tome
cuerpo, extingamos las brasas de la irritación sin dar tiempo a que se propague
el fuego.
La ira es como un animal impetuoso que
hemos de tener bien asido de las bridas. Si cada uno recordamos alguna ocasión
en que, sintiendo un impulso de cólera, nos hayamos refrenado, y otro momento
en que nos hayamos dejado arrastrar por ella, comparando ambos episodios
podremos fácilmente sacar conclusiones interesantes. Basta pensar en cómo nos
hemos sentido después de haber dominado la ira y cómo nos hemos sentido si nos
ha dominado ella. Cuando sucede esto último, experimentamos enseguida
pesadumbre y vergüenza, aunque nadie nos dirija ningún reproche.
Basta contemplar serenamente en otros un
arrebato de ira para captar un poco de la torpeza que supone. Una persona
dominada por el enfado está como obcecada y ebria por el furor. Cuando la ira
se revuelve y se agita a un hombre, es difícil que sus actos estén previamente
orientados por la razón. Y cuando esa persona vuelve en sí, se atormenta de
nuevo recordando lo que hizo, el daño que produjo o el espectáculo que ha dado.
La ira suele tener como desencadenante
una frustración provocada por el bloqueo de deseos o expectativas, que son
defraudados por la acción de otra persona, cuya actitud percibimos como
agresiva. Es cierto que podemos irritarnos por cualquier cosa, pero la verdadera
ira se siente ante acciones en las que apreciamos una hostilidad voluntaria de
otra persona.
Como ha señalado José Antonio Marina, el
estado físico y afectivo en que nos encontremos influye en esto de forma
importante. Es bien conocido cómo el alcohol predispone a la furia, igual que
el cansancio, o cualquier tipo de excitación. También los ruidos fuertes o
continuos, la prisa, las situaciones muy repetitivas, pueden producir enfado,
ira o furia. En casos de furia por acumulación de diversos sumandos, uno puede
estar furioso y no saber bien por qué.
¿Y por qué unas personas son tan
sociables, y ríen y bromean, y otras son malhumoradas, hurañas y tristes; y
unas son irritables, violentas e iracundas, mientras que otras son indolentes,
irresolutas y apocadas? Sin duda hay razones biológicas, pero que han sido
completadas, aumentadas o amortiguadas por la educación y el aprendizaje
personal: también la ira o la calma se aprenden.
Muchas personas mantienen una conducta o
una actitud agresiva porque les parece encontrar en ella una fuente de orgullo
personal. En las culturas agresivas, los individuos suelen estar orgullosos de
sus estallidos de violencia, pues piensan que les proporcionan autoridad y
reconocimiento. Es una lástima que en algunos ambientes se valoren tanto esos
modelos agresivos, que confunden la capacidad para superar obstáculos con la absurda
necesidad de maltratar a los demás.
Las conductas agresivas se aprenden a
veces por recompensa. Lamentablemente, en muchos casos sucede que las conductas
agresivas resultan premiadas. Por ejemplo, un niño advierte enseguida si
llorar, patalear o enfadarse son medios eficaces para conseguir lo que se
propone; y si eso se repite de modo habitual, es indudable que para esa chica o
ese chico será realmente difícil el aprendizaje del dominio de la ira, y que,
educándole así, se le hace un daño grande.
REFLEXIONES SOBRE LA TOLERANCIA
TEORIA DE LOS DEFECTOS MINIMOS,
POR ALFONSO BARAONA SOTOMAYOR
POR ALFONSO BARAONA SOTOMAYOR
Mucho tiempo y mucha energía se
gastan en el mundo para convencer a los demás que se tiene la razón y que los
demás están equivocados.. Cuántas guerras se han desencadenado en pos de las
razones de la “sinrazón”. Cuántos han sufrido la injusticia de la
descalificación de sus razones no escuchadas por los agresores, sordos por sus
propios gritos irracionales. Cuántas vidas vieron truncadas sus posibilidades
de realización por el filo de la prepotencia de los que creían tener la razón.
Muchos de estos verdugos a menudo cumplen tan fatídica tarea convencidos que es
su deber de padres, superiores o guías, frente a seres que pretenden pensar y
ser diferentes a ellos y a sus ideales. En nuestra preparación para el nuevo
siglo vamos a necesitar un arma poderosa: la tolerancia. Sólo con ella podremos
defendernos del aniquilamiento recíproco. Por lo demás, este debiera ser un
requisito importante para el desarrollo de la inteligencia emocional. Es muy
poco inteligente quien porfía creyendo tener la verdad sin abrirse a la
posibilidad de que existan otros puntos de vista mejores que el propio.
Mi esposa, por enésima vez, estaba criticando el desorden de nuestra hija. Por supuesto no logró otro resultado que el disgusto del mal rato, situación que se venía repitiendo ya por años. Algo parecido sucedía con nuestro hijo, en otros aspectos.
Quizás ese día me encontraba muy cansado como para entrar al campo de batalla o bien tuve un instante de inspiración, pero el asunto es que me puse a cavilar sobre esta infructuosa e ingrata pugna que cada cierto tiempo nos alteraba la armonía familiar.
Observé que este desgaste de energía era absolutamente ineficaz ya que se había transformado en una rutina y que nada cambiaba en los comportamientos criticados. Dentro de mi cavilación me planteé que éstos no revestían una gravedad que justificara la reiterada pérdida del clima armonioso que todos anhelábamos. Comprobé que lo que tanto nos inquietaba no pasaban de ser niñerías frente al terrible muestrario de conductas indeseables que corroen a miles de jóvenes, muchas veces víctimas inocentes de pervertidores “profesionales”.
Al respecto, conversé con mi esposa y la invité a que analizáramos la situación referida. Le hice ver que ninguno de nuestros hijos había llegado al extremo de desarrollar comportamientos agresivos ni menos delictuales; que eran muchachos normales, como la gran mayoría. Si bien es cierto que son desordenados, poco colaboradores, llevados de sus ideas; no es menos cierto que son sanos física y psicológicamente, que llegado el caso son cariñosos y sensibles con nuestros problemas, que están desarrollando sus vidas con los altos y bajos de la normalidad. ¿Se justifica entonces esa agresividad doméstica, rutinaria y, para colmo, ineficaz? ¿Cuántas horas perdidas en recriminaciones inútiles? ¿Cuántas de ellas no fueron más que descargas de nuestras propias frustraciones? ¿Cuántas veces estuvimos frenando la libre y sana expresión de sus personalidades ebullentes por ese ardor juvenil que los impulsa, aún irracionalmente, hacia la realización?
Esta situación debe ser corriente entre padres e hijos de todo el mundo, en especial en culturas abiertas a la libre expresión de los jóvenes. No creo que se trate de una situación particular. Por eso estoy escribiendo estas reflexiones, pensando que serán de utilidad para padres como nosotros y para cualquier persona que desee relacionarse con otras personas en términos más amorosos y constructivos.
De dichas cavilaciones surgió la teoría de los defectos mínimos (TDM) o, más irónicamente planteada como teoría de la taradéz mínima (TTM), para referirme a las pifias del comportamiento de nuestros hijos, ahora transformadas en sombras al escape de la luz de la reflexión. De ese modo bajó la presión como por arte de magia. Prácticamente las eternas recriminaciones desaparecieron y creo que sus causas no volverán.
Posteriormente, la lectura del libro de Wayne W. Dyer, Tus Zonas Mágicas[1], reforzó mi teoría. En él encontré varias referencias a conceptos semejantes vinculados con la tolerancia, con la aceptación de opiniones o actitudes diferentes a las de uno. Nuestra cultura tradicional nos impele a imponer nuestros criterios sobre los demás; a descalificar todo aquello diferente a lo que nosotros aceptamos como valedero; a acusar de equivocados a los que plantean ideas diferentes a las nuestras, etcétera.
Uno de los consejos que Dyer nos da es renunciar a la necesidad de tener razón. “Ésta por sí sola es la mayor causa de dificultades y de deterioro en las relaciones: la necesidad de hacer que la otra persona demuestre su error o tú tu razón... Recuerda que a nadie, y tampoco a ti, le gusta que le demuestren que está equivocado. Sabes que a ti te desagrada; honra pues este derecho también en los demás y renuncia a la necesidad de llevarte el mérito o de mostrar tu superioridad. En una relación espiritual no hay superior e inferior, ambos son iguales, y esta igualdad se respeta. Practica esto y verás cómo el amor sustituye a la ira en esa relación.”
“Esto es también cierto por lo que se refiere a las relaciones con los demás. Tus hijos necesitan que se los guíe, no que les demuestren sus errores. Siempre hay un modo de enseñar a los pequeños (y a los no tan pequeños) sin necesidad de que vean que se equivocan. La vergüenza que acompaña al hecho de quedar como un “estúpido” lleva a una propia imagen de estupidez. Puedes sustituir esas observaciones destinadas a demostrar tu enorme superioridad por respuestas afectuosas destinadas a ayudar a tus hijos y a otros a examinar sus propias opiniones. O bien puedes responder tranquilamente con estas palabras: Yo lo veo de otro modo. Dime, ¿Cómo has llegado tú a esa conclusión?. La clave no está en memorizar observaciones que hacer en el momento adecuado sino en no perder de vista que a nadie le gusta quedar mal, especialmente en público.”
Nuestra teoría familiar (TTM), expresada más seriamente como la teoría del umbral de la tolerancia (TUT), puede ser de utilidad en cualquier ambiente o circunstancia donde interactúen personas de distintas categorías, con diferentes habilidades, con otras experiencias, de diversas culturas, etcétera. Siempre habrá la posibilidad de creer estar en la razón y encontrar el error en los demás. Si lo que creemos erróneo en los demás, después de analizado serenamente, aparece como tolerable o no tan grave como se nos presentó en un comienzo, bien se le podría aplicar nuestra teoría y bajar nuestras armas y evitarnos guerras o guerrillas infructuosas y desgastadoras. Esto es válido tanto en relaciones descendentes como ascendentes y también entre pares. Algunas veces nuestros superiores nos pueden resultar más soportables si los comparamos con otros. Si nuestro jefe es gruñón, podremos tolerárselo si al mismo tiempo nos da la oportunidad de aplicar y desarrollar nuestras potencialidades. Frente a otro, que pudiendo ser muy amable pero que nos inhiba nuestra creatividad con su autoritarismo, lo gruñón de nuestro jefe no pasa de ser una deficiencia mínima y por tanto, dentro del umbral de la tolerancia.
En todo caso, si del mencionado análisis resulta la convicción de que el error ajeno es real y reviste alguna gravedad más allá del umbral de la tolerancia, nos queda el recurso de aplicar las habilidades de la inteligencia emocional y sustituir las críticas descalificatorias por orientaciones afectuosas, objetivas y, al mismo tiempo, respetuosas de la autoestima, tan necesaria para conservar la salud mental.
Obviamente aquí nos estamos refiriendo a relaciones con iguales o con subordinados. Tratándose de la conducta de superiores, sólo llegaremos al diagnóstico so pena de provocar una descarga en contra nuestra de los criterios y comportamientos que pretendemos criticar. Una de mis alumnas aplicó este método con su padre. Se trata de una profesional joven, que vive en su casa paterna. A pesar de estar ya titulada y disponer de rentas propias, su padre insiste en guiarla y reprenderla en aquello que él estima que no está bien, incluso en lo profesional. Después de conocer nuestra técnica ella estuvo alerta cada vez que su padre se acercaba a regañarla –como era su hábito- y se planteaba que esto no era más que una “pequeña pifia”, al lado de otros comportamientos insoportables dentro de las familias, como la embriaguez y otros por el estilo, que en su caso felizmente no se daban. Al pensar en esto, a ella le daba risa en vez de molestarse y defenderse de los regaños paternos, como lo hacía anteriormente. Esta situación, obviamente, descolocó a su padre quien extrañado y malhumorado indagó la causa de este cambio de actitud de su hija y de esa inexplicable hilaridad. Como mi alumna estaba impresionada con la eficacia de la técnica aprendida, ya que ahora ella se mantenía inalterable frente a retos y acusaciones, creyó oportuno explicárselo. Su padre entendió la técnica... pero todavía no acepta que le haya supuesto un cierto nivel de “taradez”, aunque sea en un grado mínimo.
En cierto modo toda la confusión y sufrimiento que se produce en nuestras relaciones se generan en el afán de imponer nuestros criterios o en el tratar de comprender por qué los demás se comportan tan diferentes a nosotros. Dyer, en el libro citado, nos dice que no es necesario comprender. “Esta es una gran lección en el aprendizaje del modo de hacer que todas las relaciones funcionen en un plano mágico. Y lo que ocurre es que no es preciso comprender por qué una persona actúa y piensa como lo hace. No darás más comprensión que diciendo: No lo entiendo, y está bien así. Cada uno de mis siete hijos tiene una personalidad y unos intereses totalmente únicos e independientes. Es más, lo que les interesa a ellos no ofrece a menudo ningún interés para mí, y viceversa. He aprendido a superar la idea que deberían pensar como yo y pasar por este mundo como paso yo; en lugar de ello, tomo distancia y me digo: Es su viaje, han venido a través de mí, no para mí... Rara vez entiendo por qué les gusta lo que les gusta, pero tampoco necesito ya entenderlo, y esto hace que nuestra relación sea mágica.
En una relación amorosa, renuncia a la necesidad de comprender por qué a tu pareja le gustan los programas de televisión que ve, por qué se acuesta a la hora que se acuesta, come lo que come, lee lo que lee, le gusta la compañía de las personas a quienes frecuenta, le gustan las películas que ve, etcétera.
...Cuando se abandona la necesidad de entenderlo todo del otro, se abre la verja de un jardín de las delicias en la relación. Puedes aceptar a esa persona y decir: Yo no pienso así pero ella sí, y es algo que respeto. Es por eso que la quiero tanto, no porque sea como yo sino porque me aporta aquello que yo no soy. Si fuera igual que yo y pudiera así entenderla, ¿para qué la necesitaría? Sería una redundancia tener a mi lado a alguien igual que yo. Respeto esa parte de ella que me resulta incomprensible. La amo no por lo que entiendo sino por esa alma invisible que está detrás de ese cuerpo y de todas esas acciones.”
Por su parte Thaddeus Golas, en su Manual de Iluminación para Holgazanes[2], nos dice: “Las mismas personas que ahora vemos como vulgares, oscuras, estúpidas, parásitas, locas: estas personas, cuando aprendemos a amarlas y a todo lo que sentimos hacia ellas, son nuestros pasajes al paraíso. Y eso es todo lo que necesitamos hacer: amarlos. Podemos expresar ese amor o no expresarlo, como queramos y en la forma que queramos. Ni siquiera importa la forma cómo las tratemos. Sin embargo, debemos verlas y amarlas tal como son ahora, porque no podemos negarles la libertad de ser lo que son, del mismo modo como debemos amarnos a nosotros mismos tal como somos ahora.”
Podemos estar seguros que muchas relaciones en la pareja, entre padres e hijos, entre jefes y subordinados, etcétera, adquirirán un tono más humano, enriquecedor, eficiente y muy gratificante para el que se decida adoptar esta modesta pero potente teoría. Con esas observaciones y si se atreve, le deseo mucho éxito en esta práctica y ojalá que los que están observándonos a Ud. y a mi, también estén dispuestos a aplicarla con nosotros mismos.
Mi esposa, por enésima vez, estaba criticando el desorden de nuestra hija. Por supuesto no logró otro resultado que el disgusto del mal rato, situación que se venía repitiendo ya por años. Algo parecido sucedía con nuestro hijo, en otros aspectos.
Quizás ese día me encontraba muy cansado como para entrar al campo de batalla o bien tuve un instante de inspiración, pero el asunto es que me puse a cavilar sobre esta infructuosa e ingrata pugna que cada cierto tiempo nos alteraba la armonía familiar.
Observé que este desgaste de energía era absolutamente ineficaz ya que se había transformado en una rutina y que nada cambiaba en los comportamientos criticados. Dentro de mi cavilación me planteé que éstos no revestían una gravedad que justificara la reiterada pérdida del clima armonioso que todos anhelábamos. Comprobé que lo que tanto nos inquietaba no pasaban de ser niñerías frente al terrible muestrario de conductas indeseables que corroen a miles de jóvenes, muchas veces víctimas inocentes de pervertidores “profesionales”.
Al respecto, conversé con mi esposa y la invité a que analizáramos la situación referida. Le hice ver que ninguno de nuestros hijos había llegado al extremo de desarrollar comportamientos agresivos ni menos delictuales; que eran muchachos normales, como la gran mayoría. Si bien es cierto que son desordenados, poco colaboradores, llevados de sus ideas; no es menos cierto que son sanos física y psicológicamente, que llegado el caso son cariñosos y sensibles con nuestros problemas, que están desarrollando sus vidas con los altos y bajos de la normalidad. ¿Se justifica entonces esa agresividad doméstica, rutinaria y, para colmo, ineficaz? ¿Cuántas horas perdidas en recriminaciones inútiles? ¿Cuántas de ellas no fueron más que descargas de nuestras propias frustraciones? ¿Cuántas veces estuvimos frenando la libre y sana expresión de sus personalidades ebullentes por ese ardor juvenil que los impulsa, aún irracionalmente, hacia la realización?
Esta situación debe ser corriente entre padres e hijos de todo el mundo, en especial en culturas abiertas a la libre expresión de los jóvenes. No creo que se trate de una situación particular. Por eso estoy escribiendo estas reflexiones, pensando que serán de utilidad para padres como nosotros y para cualquier persona que desee relacionarse con otras personas en términos más amorosos y constructivos.
De dichas cavilaciones surgió la teoría de los defectos mínimos (TDM) o, más irónicamente planteada como teoría de la taradéz mínima (TTM), para referirme a las pifias del comportamiento de nuestros hijos, ahora transformadas en sombras al escape de la luz de la reflexión. De ese modo bajó la presión como por arte de magia. Prácticamente las eternas recriminaciones desaparecieron y creo que sus causas no volverán.
Posteriormente, la lectura del libro de Wayne W. Dyer, Tus Zonas Mágicas[1], reforzó mi teoría. En él encontré varias referencias a conceptos semejantes vinculados con la tolerancia, con la aceptación de opiniones o actitudes diferentes a las de uno. Nuestra cultura tradicional nos impele a imponer nuestros criterios sobre los demás; a descalificar todo aquello diferente a lo que nosotros aceptamos como valedero; a acusar de equivocados a los que plantean ideas diferentes a las nuestras, etcétera.
Uno de los consejos que Dyer nos da es renunciar a la necesidad de tener razón. “Ésta por sí sola es la mayor causa de dificultades y de deterioro en las relaciones: la necesidad de hacer que la otra persona demuestre su error o tú tu razón... Recuerda que a nadie, y tampoco a ti, le gusta que le demuestren que está equivocado. Sabes que a ti te desagrada; honra pues este derecho también en los demás y renuncia a la necesidad de llevarte el mérito o de mostrar tu superioridad. En una relación espiritual no hay superior e inferior, ambos son iguales, y esta igualdad se respeta. Practica esto y verás cómo el amor sustituye a la ira en esa relación.”
“Esto es también cierto por lo que se refiere a las relaciones con los demás. Tus hijos necesitan que se los guíe, no que les demuestren sus errores. Siempre hay un modo de enseñar a los pequeños (y a los no tan pequeños) sin necesidad de que vean que se equivocan. La vergüenza que acompaña al hecho de quedar como un “estúpido” lleva a una propia imagen de estupidez. Puedes sustituir esas observaciones destinadas a demostrar tu enorme superioridad por respuestas afectuosas destinadas a ayudar a tus hijos y a otros a examinar sus propias opiniones. O bien puedes responder tranquilamente con estas palabras: Yo lo veo de otro modo. Dime, ¿Cómo has llegado tú a esa conclusión?. La clave no está en memorizar observaciones que hacer en el momento adecuado sino en no perder de vista que a nadie le gusta quedar mal, especialmente en público.”
Nuestra teoría familiar (TTM), expresada más seriamente como la teoría del umbral de la tolerancia (TUT), puede ser de utilidad en cualquier ambiente o circunstancia donde interactúen personas de distintas categorías, con diferentes habilidades, con otras experiencias, de diversas culturas, etcétera. Siempre habrá la posibilidad de creer estar en la razón y encontrar el error en los demás. Si lo que creemos erróneo en los demás, después de analizado serenamente, aparece como tolerable o no tan grave como se nos presentó en un comienzo, bien se le podría aplicar nuestra teoría y bajar nuestras armas y evitarnos guerras o guerrillas infructuosas y desgastadoras. Esto es válido tanto en relaciones descendentes como ascendentes y también entre pares. Algunas veces nuestros superiores nos pueden resultar más soportables si los comparamos con otros. Si nuestro jefe es gruñón, podremos tolerárselo si al mismo tiempo nos da la oportunidad de aplicar y desarrollar nuestras potencialidades. Frente a otro, que pudiendo ser muy amable pero que nos inhiba nuestra creatividad con su autoritarismo, lo gruñón de nuestro jefe no pasa de ser una deficiencia mínima y por tanto, dentro del umbral de la tolerancia.
En todo caso, si del mencionado análisis resulta la convicción de que el error ajeno es real y reviste alguna gravedad más allá del umbral de la tolerancia, nos queda el recurso de aplicar las habilidades de la inteligencia emocional y sustituir las críticas descalificatorias por orientaciones afectuosas, objetivas y, al mismo tiempo, respetuosas de la autoestima, tan necesaria para conservar la salud mental.
Obviamente aquí nos estamos refiriendo a relaciones con iguales o con subordinados. Tratándose de la conducta de superiores, sólo llegaremos al diagnóstico so pena de provocar una descarga en contra nuestra de los criterios y comportamientos que pretendemos criticar. Una de mis alumnas aplicó este método con su padre. Se trata de una profesional joven, que vive en su casa paterna. A pesar de estar ya titulada y disponer de rentas propias, su padre insiste en guiarla y reprenderla en aquello que él estima que no está bien, incluso en lo profesional. Después de conocer nuestra técnica ella estuvo alerta cada vez que su padre se acercaba a regañarla –como era su hábito- y se planteaba que esto no era más que una “pequeña pifia”, al lado de otros comportamientos insoportables dentro de las familias, como la embriaguez y otros por el estilo, que en su caso felizmente no se daban. Al pensar en esto, a ella le daba risa en vez de molestarse y defenderse de los regaños paternos, como lo hacía anteriormente. Esta situación, obviamente, descolocó a su padre quien extrañado y malhumorado indagó la causa de este cambio de actitud de su hija y de esa inexplicable hilaridad. Como mi alumna estaba impresionada con la eficacia de la técnica aprendida, ya que ahora ella se mantenía inalterable frente a retos y acusaciones, creyó oportuno explicárselo. Su padre entendió la técnica... pero todavía no acepta que le haya supuesto un cierto nivel de “taradez”, aunque sea en un grado mínimo.
En cierto modo toda la confusión y sufrimiento que se produce en nuestras relaciones se generan en el afán de imponer nuestros criterios o en el tratar de comprender por qué los demás se comportan tan diferentes a nosotros. Dyer, en el libro citado, nos dice que no es necesario comprender. “Esta es una gran lección en el aprendizaje del modo de hacer que todas las relaciones funcionen en un plano mágico. Y lo que ocurre es que no es preciso comprender por qué una persona actúa y piensa como lo hace. No darás más comprensión que diciendo: No lo entiendo, y está bien así. Cada uno de mis siete hijos tiene una personalidad y unos intereses totalmente únicos e independientes. Es más, lo que les interesa a ellos no ofrece a menudo ningún interés para mí, y viceversa. He aprendido a superar la idea que deberían pensar como yo y pasar por este mundo como paso yo; en lugar de ello, tomo distancia y me digo: Es su viaje, han venido a través de mí, no para mí... Rara vez entiendo por qué les gusta lo que les gusta, pero tampoco necesito ya entenderlo, y esto hace que nuestra relación sea mágica.
En una relación amorosa, renuncia a la necesidad de comprender por qué a tu pareja le gustan los programas de televisión que ve, por qué se acuesta a la hora que se acuesta, come lo que come, lee lo que lee, le gusta la compañía de las personas a quienes frecuenta, le gustan las películas que ve, etcétera.
...Cuando se abandona la necesidad de entenderlo todo del otro, se abre la verja de un jardín de las delicias en la relación. Puedes aceptar a esa persona y decir: Yo no pienso así pero ella sí, y es algo que respeto. Es por eso que la quiero tanto, no porque sea como yo sino porque me aporta aquello que yo no soy. Si fuera igual que yo y pudiera así entenderla, ¿para qué la necesitaría? Sería una redundancia tener a mi lado a alguien igual que yo. Respeto esa parte de ella que me resulta incomprensible. La amo no por lo que entiendo sino por esa alma invisible que está detrás de ese cuerpo y de todas esas acciones.”
Por su parte Thaddeus Golas, en su Manual de Iluminación para Holgazanes[2], nos dice: “Las mismas personas que ahora vemos como vulgares, oscuras, estúpidas, parásitas, locas: estas personas, cuando aprendemos a amarlas y a todo lo que sentimos hacia ellas, son nuestros pasajes al paraíso. Y eso es todo lo que necesitamos hacer: amarlos. Podemos expresar ese amor o no expresarlo, como queramos y en la forma que queramos. Ni siquiera importa la forma cómo las tratemos. Sin embargo, debemos verlas y amarlas tal como son ahora, porque no podemos negarles la libertad de ser lo que son, del mismo modo como debemos amarnos a nosotros mismos tal como somos ahora.”
Podemos estar seguros que muchas relaciones en la pareja, entre padres e hijos, entre jefes y subordinados, etcétera, adquirirán un tono más humano, enriquecedor, eficiente y muy gratificante para el que se decida adoptar esta modesta pero potente teoría. Con esas observaciones y si se atreve, le deseo mucho éxito en esta práctica y ojalá que los que están observándonos a Ud. y a mi, también estén dispuestos a aplicarla con nosotros mismos.
(1) No comparto esa
frase de Dyer, porque comprender al otro es parte de la empatía entre ambos y
eso no va en desmedro de la relación, sino todo lo contrario. Empatía no
significa que la otra persona tenga que pensar como uno, sino entender el
pensamiento del otro y respetarlo. Lo contrario podría llevarnos al
egocentrismo.
(2) Para entender a
alguien no es necesario que sea igual a nosotros y el amor interno que poseemos
nos dice que no tenemos que comprender al otro por necesidad, sino por empatía.
Se puede respetar lo que no se comprende y también se puede amar lo que sí se
entiende. La tolerancia forma parte de la aceptación y aunque para aceptar no
sea necesario comprender, mirar por los ojos del otro nos permite ser aún más
tolerantes.
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